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Lamentos en el veinte aniversario

La cultura política y jurídica de los pueblos es hija de la historia, deudora de la acción de los hombres a lo largo del tiempo. La nuestra, la española, ha sido siempre tormentosa, desequilibrada y antagónica. Si identificamos como referencia a las Constituciones, desde 1812 hasta la anterior a la actual, la republicana de 1931, podemos concluir que han sido normas supremas hechas por medio país contra el otro medio. Nunca dos Constituciones fueron continuistas, siempre imperó el rupturismo. En efecto, los que no se consideraban representados ni protegidos hacían lo posible por destruir lo anterior, pero no reparaban la ofensa que ellos habían recibido, sino que la reforzaban frente a los otros. Era la sucesión de los trágalas, que los niños transformaban en cantos y en juegos. Pero la realidad, aunque era una caricatura de lo infantil, era pueril, acabó convirtiéndose en trágica. La guerra civil en 1936 fue el epílogo sangriento de toda aquella desmesura y de toda la dialéctica amigo-enemigo que habíamos cultivado con fruición desde principios del siglo XIX. Solamente después de una dictadura larga y mezquina, y una vez muerto el general Franco, pudimos recuperar una libertad que habíamos desperdiciado con aquella política suicida del constitucionalismo anterior. En aquellos casi cuarenta años de oscuridad, sí que habíamos cultivado la solidaridad y la cooperación. No había ni catalanes, ni vascos, ni andaluces, ni aragoneses, ni castellanos, ni gallegos ni extremeños en los pueblos de España, todos éramos demócratas, naturalmente los que lo éramos, y nos ayudábamos, sin matices. Aquella experiencia histórica marcó nuestra transición, llena de generosidad, aunque no exenta de tensiones cuando cada uno quería llevar adelante sus postulados. Fue un tiempo de encuentros entre las personas de la oposición democrática y antiguos colaboradores del franquismo en el terreno común del Estado de Derecho y de la libertad, entre republicanos y monárquicos, entre laicos y católicos, entre el españolismo abierto y el autonomismo que no rechazaba lo español. En aquel clima, la filosofía del consenso marcó la Constitución de 1978, la primera de todos, y no contra alguien, la primera que ha permitido tres tránsitos políticos, y que ha favorecido el apoyo a la gobernabilidad de los partidos nacionalistas vascos y catalanes, que se usa y se aplica por todos y que es, en general, eficaz. Creo que nuestro pueblo la ha asumido, cree en ella y la interioriza en sus comportamientos. La sociedad española parece satisfecha a los 20 años de su entrada en vigor. Recuerdo entonces la satisfacción de los nacionalistas catalanes, que alcanzaban una cota de autonomía como nunca habían conseguido en su historia, y que apoyaron con entusiasmo el acuerdo y el texto constitucional resultante. Tengo la impresión de que la sociedad catalana vive, en su gran mayoría, sosegada y tranquila, con las reglas del juego de 1978, y en concreto con el modelo de organización de las lenguas que establece el artículo 3º de la Constitución. Conviene recordarlo: "1) El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. 2) Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas comunidades autónomas de acuerdo con sus estatutos". Es el modelo de bilingüismo, que establece el deber de todos de conocer el castellano y que no prohíbe que los estatutos pueden establecer un deber de conocimiento de la respectiva lengua autonómica. Hasta aquí el modelo constitucional. Recuerdo que cuando fijamos en la ponencia este tipo de organización lingüística, me dirigí a Miguel Roca y le pregunté si estaba conforme con qué suponía el bilingüismo y me contestó con firmeza afirmativamente.

En el vigésimo aniversario de la Constitución me sirvo de este ejemplo, con el desarrollo posterior de la política lingüística de la Generalidad, para poner de relieve cómo estamos volviendo a estilos y comportamientos anteriores, oportunistas y de instrumentalización de la Constitución, evitando el núcleo esencial del artículo 3º y construyendo una ingeniería jurídica desleal, y que a medio plazo puede volverse como un bumerán contra los que la han ideado, frotándose las manos ante la superación, a mi juicio indebida, de los diversos controles de constitucionalidad. En el fondo reaparece un viejo vicio Político español que, entre otros muchos, ha convertido nuestra convivencia en invivible. Cuando parecía que por fin íbamos a tener una historia aburrida, resulta que reaparece la falta de respeto por las mayorías, la conciencia de que un buen fin justifica los medios, que supone manipular y forzar la Constitución.

Una de las causas del final terrible de la Segunda República fue que, salvo algunos, casi nadie respetó el principio de las mayorías, ni los nacionalistas, ni los socialistas ni la derecha. El oportunismo de la proclamación del Estat Catalá, y octubre de 1934, no fueron diferentes en su desprecio a las mayorías del 18 de julio de 1936, que abrió paso a una larga oscuridad democrática. El talante de todos era vulnerar las reglas de la Constitución, el acuerdo básico de mayorías que suponía. Y ya se sabe, y entonces se comprobó dramáticamente, que cuando se abre la veda de la vulneración los que acaban sacando adelante sus tesis son los más fuertes. Es un error que pagan caro los débiles que usan la fuerza y se apartan de la protección que les proporcionan las reglas de razón que son las normas constitucionales. A medio y largo plazo sucumben a su error. Siempre existe, en todo acuerdo de convivencia, la frustración de no haber podido llevar adelante todos los puntos de cada ideario partidista, pero la lealtad al acuerdo no es sólo una obligación moral, es también una regla de eficacia. Si los postulados propios recogidos en las reglas constitucionales son suficientes, amplios y generosos, no debe caerse en la tentación de

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pretender más, es poco maduro y hasta un poco infantil. No sólo se infringe el viejo principio de la lealtad, el pacta sunt servanda, los pactos deben ser respetados, y los nacionalistas catalanes, con Pujol a la cabeza, pactaron la Constitución. También, al apartarse de sus reglas por obtener más de lo propio, se deja libre a los demás para que también hagan lo mismo. Me gustaría saber qué sociedad podría resistir mucho tiempo una situación en la que un grupo manipula en su beneficio el Derecho y afirma: esto lo obedezco porque estoy de acuerdo y esto lo evado y lo desvío, en definitiva, lo desobedezco, porque no coincide con mi programa máximo. Es la vuelta al estado de naturaleza, la ruptura del pacto de convivencia. En esas situaciones sólo la fuerza se presenta como la única razón. Cuando un pueblo, creyendo que le beneficia, abandona las reglas y los principios, está, él mismo, sometido a una muy posible manipulación.

El Estatuto de Cataluña, aunque crea el concepto de lengua propia, que como tal es constitucional, mantiene el bilingüismo y afirma que "la Generalidad garantizará el uso normal y oficial de los dos idiomas, adoptará las medidas necesarias para asegurar un conocimiento y creará las condiciones que permitan alcanzar su plena igualdad en lo que se refiere a los derechos y los deberes de los ciudadanos de Cataluña". Es una correcta forma de traducir en el Estatuto el bilingüismo, que es tanto un principio de organización como un derecho de los ciudadanos.

No es aquí mi intención hacer una argumentación jurídica sobre la inconstitucionalidad, a mi juicio indubitada, de la ley de la política lingüística. Creo, en efecto, que reproduce un vaciamiento de la norma constitucional y estatutaria, al convertir al catalán como lengua propia de Cataluña, en la lengua única de las Instituciones catalanas, y también en la lengua preferente a la Administración del Estado en Cataluña. Creo que rompe el bilingüismo, que es un principio de organización, o una garantía institucional como dicen los constitucionalistas, y que con ello dificulta el ejercicio auténtico del derecho fundamental a usar el castellano. A partir de eso se produce una inconstitucionalidad en cascada. Se confunde el natural fomento y promoción del catalán, en inferioridad de condiciones por la regresión durante la dictadura, que es un problema de igualdad material, diferenciando para igualar, con la igualdad formal que exige el bilingüismo, con el uso de las dos lenguas en las Instituciones. En otra ocasión sostendré, más largamente y con todos los razonamientos necesarios, esta tesis, que no considero una verdad indiscutible, sino, como todo, sometido a debate y a discusión en una sociedad pluralista. Lamentaría, porque no es cierto, que se me tachase de anticatalán. Mi familia debe mucho a la generosidad de buenos catalanes en momentos muy difíciles, y eso lo llevo muy dentro de mi corazón. Pero no es una mordaza para decir lo que pienso.

Este caso concreto es un ejemplo, y por eso lo traigo a colación, de ese talante que creíamos desaparecido de instrumentación, de manipulación de las Constituciones, de falta de respeto al principio de las mayorías, tan nefasto y de consecuencias tan imprevisibles. Ya la anterior Ley 7/83 de 18 de abril, llamada de normalización lingüística, que fue recurrida por el Gobierno socialista, produjo algunos episodios curiosos, como la visita del presidente de la Generalidad al presidente del Tribunal Constitucional, que le recibió poco antes de que el Alto Tribunal dictase sentencia. La imprudencia del presidente de la Generalidad fue superada por la del presidente del Tribunal, que, discretamente y sin ofender, debió rehusar aquella entrevista. La ley fue declarada constitucional, y no es mi objetivo aquí discutir ese tema.

Si nos centramos ya en la ley actual en vigor, hay que constatar varios comportamientos que alarman y desasosiegan a quienes pensamos que la falta de sobresaltos en nuestra historia pasa necesariamente por tomarse en serio la Constitución, y para que los lamentos actuales, que son sobre todo denuncia, no se conviertan en lamentos de frustración por pérdida de convivencia y de paz. Hay demasiada mezquindad, demasiado oportunismo en unos y en otros, demasiadas dejaciones de responsabilidad, para que no pudiera surgir un Zola español, que hiciera el Yo acuso que estos comportamientos merecen.

El primer reproche y el primer lamento se refieren a la actuación del Gobierno de la Generalidad, empeñado con esta ley en descompensar una convivencia ejemplar de la sociedad catalana con unos postulados de su programa máximo que no son compatibles con la Constitución, y a los que renunció, como otros a otros, al aprobar el texto de 1978. Hacer lo que se quiere, aunque no sea posible en el haz de equilibrios mutuos, de derechos y deberes reconocidos en la Constitución, y considerados otrora suficientes por los nacionalistas catalanes, supone que otros también puedan hacerlo si eso se consiente, y estaríamos de nuevo, una vez más, en la ruptura de la convivencia.

El resto de los reproches y de los lamentos no afectan a los autores, sino a los cooperadores y a los consentidores. Inexplicablemente cooperan los socialistas catalanes, alejados de unas bases que aceptan el bilingüismo, y que les siguen votando, y espero que lo sigan haciendo, con una fidelidad que debió hacerles sopesar ese complejo equilibrio entre los ideales de la burguesía catalana y los de la igualdad formal de las lenguas, recogidos en la Constitución.

El primer consentidor, el Gobierno del Partido Popular, el principal responsable actual de no consentir desviaciones de la Constitución, que por razones que no se alcanzan, con oportunismo y con derrotismo al mismo tiempo, no recurre la ley como puede hacerlo, y además por tres vías diferentes, Gobierno, cincuenta diputados y cincuenta senadores. El espectáculo de sus dirigentes reprochando las presiones al Defensor del Pueblo son una mezcla de cinismo y de hipocresía que daña en sus raíces los fundamentos morales de la Constitución. No ha estado a la altura de miras exigible en todo caso.

Personalmente, me duele más el silencio del Partido Socialista Obrero Español, mi propio partido, que no sólo ha consentido a los socialistas catalanes apoyar la ley y cooperar en su última redacción, sino que no ha reaccionado, como era su obligación, recurriendo la ley. Si desde el Gobierno recurrió la anterior, existen más motivos para recurrir ésta, y tenía dos vías para ello, cincuenta diputados y cincuenta senadores. La regeneración que necesitamos no pasa por el oportunismo, ni por refugiarse en los errores ajenos. Es corresponsable con sus hechos y con sus emisiones al daño a los fundamentos morales de la Constitución.

Quedaba el Defensor del Pueblo, que, después de muchas dudas, ha optado políticamente. En efecto, no ha considerado posible el recurso, pero ha hecho unas recomendaciones que desmienten y desautorizan su decisión de no recurrir. Creo que ha perdido una buena oportunidad para prestigiar a la Institución, y para suplir omisiones de los partidos, pero la ha desaprovechado y también ha fallado, en este caso, la garantía de la Constitución. Pero además de negarse a sí mismo, en un cierto ejercicio de auto destrucción, ha podido ver cómo era recibido, tanto por nacionalistas catalanes como por socialistas, su gesto de buena voluntad. Con un ejercicio de cinismo consumado y de perfecta simulación, los mismos que le presionaron, tanto a él como a los que le asesoraban, y que obtuvieron éxito en sus presiones, sólo comparable a la dosis de desconfianza que les suscitaba el Tribunal Constitucional, han salido diciendo que si la ley es constitucional porque el Defensor del Pueblo no la ha recurrido no van a seguir sus recomendaciones. Eso suele ocurrir con acercamientos de buena voluntad, cuando son consecuencia de dejación de obligaciones constitucionales. La buena voluntad ha quedado en nada, y la buena fe, que ciertamente tiene el Defensor del Pueblo, ha sido rechazada con el argumento que él mismo ha proporcionado de la constitucionalidad.

De las reflexiones generales hemos pasado al análisis de un episodio concreto. Aislado no puede producir efectos desestabilizadores, pero sí puede con otros conseguir la ruptura del equilibrio de las reglas del juego, y puede ser para los nacionalistas catalanes tirar piedras contra su propio tejado. No deben olvidar que la garantía de sus conquistas está en la Constitución. Debilitarla es debilitarse ellos también. En el vigésimo aniversario de su vigencia, la Constitución es celebrada con deslealtades de unos, omisiones oportunistas o silenciosas de otros. Hay que tomarse la Constitución en serio. Su debilidad es un perjuicio para todos, incluidos aquellos que están felices por la ilusión del éxito inmediato y que están ciegos ante la trampa que oculta esa "victoria". Si no nos gobierna la razón de la ley, nos manipulará, sin duda, la arrogancia de los que tienen sólo la fuerza.

Gregorio Peces- Barba Martínez, rector de la UNiversidad Carlos III, fue uno de los siete ponentes de la Constitución.

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