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Tribuna
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Motivos para el escepticismo en América Latina

JORGE. G. CASTANEDALa negativa del Congreso a otorgar a Clinton la autorización para negociar nuevos acuerdos comerciales convierte esta cumbre en irrelevante

Jorge G. Castañeda

Nadie hubiera podido esperar resultados sensacionales o adelantos históricos de la segunda Cumbre de las Américas, en Santiago de Chile. Pero habría cabido en la fatalidad que los jefes de Estado congregados en la capital chilena aprovecharan plenamente sus reuniones, almuerzos y cenas para avanzar, no en la construcción de un quimérico y cuestionable Acuerdo de Libre Comercio Americano (ALCA), sino en la comprensión de las resistencias que dicha ilusión genera, y en el diseño de una alternativa que fuera a la vez viable y deseable. Las razones de la irrelevancia de la cumbre son múltiples, pero dos destacan por su importancia. La primera, bien conocida, pero no por ello comprendida a cabalidad, estriba en la negativa del Congreso de Estados Unidos de otorgarle al Ejecutivo la autorización fast-track, o de carril expedito para negociar nuevos acuerdos comerciales. A finales del año pasado, el presidente norteamericano Bill Clinton fracasó en su intento por conseguir dicha autorización. Digan lo que digan sus colaboradores, las perspectivas de que un mandatario debilitado por los escándalos de Washington y por la cuenta regresiva de su permanencia en la Casa Blanca pueda lograr ahora lo que resultó imposible antes son más que reducidas: casi nulas. Esto no impide que las negociaciones se inicien o incluso que progresen en algunos rubros; sencillamente implica que cualquier diputado o senador estadounidense tiene la prerrogativa de presentar enmiendas a cualquier capítulo o párrafo de cualquier tratado o acuerdo que llegara a concretarse entre el Ejecutivo de Estados Unidos y algún país latinoamericano. Huelga decir que esta eventualidad despierta un escaso entusiasmo entre los negociadores de la región, sobre todo cuando toman en cuenta el vía crucis por el que pasaron sus -colegas mexicanos en el caso del Tratado de Libre Comercio, siendo que en esa ocasión los norteamericanos contaban con permiso fast track. El segundo motivo de escepticismo reside en la lógica misma de la negociación. Un proyecto de la ambición y de la complejidad que encierra la construcción de una zona de libre comercio de las Américas requiere de la cooperación activa por lo menos de Una de las partes: Estados Unidos o los latinoamericanos. Estados Unidos se halla, en los hechos, paralizado, y en lo tocante a los latinoamericanos, las cosas, siendo las que son, como decía el general De Gaulle, sin Brasil o México nada se mueve. Ahora bien, los mexicanos, aunque de acuerdo ideológicamente con la propuesta, no se mueren en la raya por ella: ya disponen de su propio acuerdo con Estados Unidos y Canadá, y en el fondo no ven con buenos ojos el compartir sus supuestos privilegios con otros socios, por muy queridos o hermanos que sean. Brasil, por su parte, carece del fervor ideológico de México: no está del todo seguro que abrir de par en par su mercado a Estados Unidos sea la mejor idea para un proyecto nacional brasileño de largo plazo. De tal suerte que la fuerza motriz del ALCA simplemente no existe: nadie que puede lo quiere realmente, y nadie que lo quiera está en condiciones de contribuir de manera eficaz a lograrlo. Por ello, hubiera tenido más sentido dedicar la reunión a otra cosa: a entender lo que sucede, tanto en Estados Unidos como en América Latina. Clinton podría haber utilizado ese encuentro para proporcionar a sus interlocutores una explicación más sofisticada, profunda y sustantiva del por qué no pudo conseguir la autorización para negociar con ellos. Podría haberles expuesto una visión más compleja de Estados Unidos, que rebasara la arrogancia simplista de acuerdo con la cual sólo se oponen al libre comercio grupos arcaicos, resentidos, marginales, proteccionistas y temerosos de la globalización. Hubiera explicado cómo sectores cada vez más amplios de la sociedad norteamericana, empezando por -pero no limitado a- los sindicatos, rechazan los acuerdos de libre comercio en su forma actual porque descansan en una premisa discutible e incluso reprobable. En efecto, los salarios en los países latinoamericanos representan una porción tan pequeña y estancada del ingreso nacional que se producen de manera inevitable dos fenómenos. Por un lado, las exportaciones de Estados Unidos a América Latina aumentan indudablemente, pero sólo desplazan a la anterior oferta nacional, sin ensanchar el mercado, que conserva sus dimensiones previas. De allí que resulte factible compensar la pérdida de empleos en Estados Unidos pro vocada por la transferencia de fábricas a América Latina mediante mayores ventas en la región, pero nada compensa la pérdida de empleos en América Latina a consecuencia de la invasión de importaciones. Por otro lado, las nuevas inversiones en América Latina, tanto las ya existentes como aquellas que fomentarían los acuerdos de libre comercio en puerta, suelen canalizarse justamente al sector exportador. Así sucede, entre otras razones, precisamente porque el mercado interno de la región no crece. Los raquíticos salarios de los trabajadores en el sector exportador -aun cuando fueran superiores a los de otras industrias, y no siempre es el caso- no alcanzan para consumir los bienes que ellos mismos producen: la máxima de Henry Ford no se cumple. Por consiguiente, la totalidad de la producción de las nuevas fábricas se exporta, compitiendo nuevamente con la producción llevada a cabo en Estados Unidos. Las cifras mexicanas -propias de un país que celebró un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos en 1994- ilustran el dilema. Desde la crisis de diciembre de 1994, las exportaciones mexicanas -más del 80% de las cuales se destinan a Estados Unidos- aumentaron un 74%, mientras que a finales de 1997, el consumo privado mexicano -un buen indicador del mercado interno- seguía 1,6% por debajo de los niveles de finales de 1994, aunque la población del país ha crecido más del 5% en este lapso. Asimismo, en el caso específico de la industria automotriz, quizás el sector más favorecido por la apertura comercial mexicana y la más exitosa de las industrias de exportación, las ventas foráneas han pasado de prácticamente nada hace 10 años a más de un millón de unidades en 1997. Sin embargo, las ventas internas de vehículos en México permanecen hoy por debajo de lo que fueron en 1994, o incluso en 1981, aunque hoy existan 30 millones de mexicanos más que a principios de la década de los ochenta. Los presidentes latinoamericanos, a su vez, podrían haber ilustrado a Clinton sobre el carácter contradictorio que ha revestido la liberalización comercial en la región. Por un lado, en efecto, la apertura ha impulsado las exportaciones, ha coadyuvado a controlar la inflación, ha alentado la transferencia de tecnología y ha modernizado le planta productiva. Pero, por otro lado, ha agravado el desempleo, revistiendo parte del proceso anterior de industrialización y ha contribuido a generar fuertes déficit comerciales, cuyo financiamiento se torna cada vez más dificil u oneroso. Es cierto que el empleo en el sector exportador aumenta, pero los salarios son tan bajos que, en términos de masa salarial, el saldo en general es negativo: los nuevos empleos y sus respectivos salarios no compensan por los viejos empleos perdidos. A esto en parte, y sobre todo a las políticas de compresión salarial de los últimos 15 años, se debe que la cuota correspondiente a sueldos y salarios en el ingreso nacional en la mayoría de los países de América Latina represente entre la mitad y la tercera parte del porcentaje equivalente en los países industrializados. Se le podría haber planteado a Bill Clinton, entonces, que si no se eleva dicha proporción -es decir, si no se gesta una combinación de un aumento moderado y gradual pero verdadero del empleo y de los salarios reales -los beneficios de cualquier acuerdo de libre comercio entre la zona norte y la zona sur del hemisferio serán efímeros, modestos y tal vez, a la postre, contraproducentes. Con que comprendiera esto y asimilara su importancia, la reunión habría valido la pena. Si además se pudieran empezar a explorar las diversas opciones posibles de incorporar a los mecanismos laborales, jurídicos, de mercado y fiscales que indujeran la elevación anteriormente mencionada, la Cumbre de las Américas habría servido para algo. Por desgracia, nada indica que todo esto sea ni remotamente probable. Al contrario: tanto Clinton como sus homólogos latinoamericanos parecen empeñados más bien en estrujar los bajos salarios de la región para atraer inversiones, contentándose con las exiguas dimensiones de los mercados internos existentes. Es una mirada miope y cortoplacista, pero es la que impera hoy en un continente desprovisto de liderazgo y visión de largo plazo Jorge

G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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