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El aura nacionalista

Josep Ramoneda

Los nacionalismos periféricos fueron estrellas al principio de la transición. Y lo fueron porque representaban el único atisbo de ruptura democrática en un proceso construido sobre la metamorfosis reformista de una dictadura en un régimen democrático. No hubo ruptura institucional en ningún otro ámbito. La cuestión del régimen político ni siquiera se consideró: se utilizó la monarquía heredada del franquismo para hacer de puente entre el antiguo régimen y la nueva democracia. El ejército y la policía quedaron prácticamente intactos (y por si había alguna duda tuvimos el 23-F y los GAL). Los poderes básicos (con la excepcion de los medios de comunicación) quedaron intocados. Sólo los estatutos de autonomía de Cataluña y Euskadi representaron la ruptura y aportaron algún eco de la vieja legitimidad republicana. Se ha dicho a menudo que el único acto simbólico de ruptura democrática, el único gesto que pasaba por encima de los 40 años de dictadura, fue la llegada apoteósica del republicano Tarradellas a Cataluña para restaurar la Generalitat.Entre los sectores progresistas de la sociedad española, que veían cómo el globo de la ruptura se iba deshinchando en aras a una interpretación realista de las relaciones de fuerza los nacionalismos periféricos adquirieron aura. Y la izquierda se comprometió con ellos, como no podía ser de otra manera. En este compromiso, sin embargo, se gestó una confusión. Reconocer que Euskadi o Cataluña son una nación (todos sabemos que la expresión constitucional "nacionalidades" no fue más que un eufemismo para no ofender determinados pudores) no autoriza a deducir la obligación de ser nacionalista. Se puede creer que Cataluña o Euskadi es una nación, se pueden defender sus intereses con el mayor entusiasmo y eficacia, sin tener que ser forzosamente nacionalista, es decir, sin convertir lo descriptivo en un horizonte ideológico absoluto, el marco de relación social en un fin en sí mismo.

Sobre esta falacia, aceptada resignadamente por la izquierda tanto en Cataluña como en el País Vasco, los nacionalistas periféricos moderados consiguieron delimitar terrenos de juego que les daban una gran centralidad, utilizando el factor nacionalista para desdibujar su condición de derecha nacional. Ciertamente, no inventaron nada nuevo. De la idea de nación, un concepto cargado de efectos secundarios, ha emanado siempre la obligación patriótica. Basta oír cualquier programa radiofónico deportivo para ver que la condición de nacionalista en España se da por supuesta. Y, sin embargo, a estas alturas de la historia podríamos empezar a saber distinguir entre fines (la libertad, la convivencia cívica, la cohesión social) y marcos (la ciudad, la nación).

Veinte años más tarde, los nacionalismos han perdido aura. Al presentarse como propietarios de su marco territorial, lo que tenía que ser un factor de integración aparece, a menudo, como factor de división.

Ni la campaña electoral que se avecina ni el carácter ritual de las celebraciones del Aberri Eguna, momento de acopio de alpiste espiritual para las bases nacionalistas, justifican el deprimente espectáculo de estos últimos días en el País Vasco. La concejal popular Concepción Gironza deja el Ayuntamiento de Rentería por miedo, confirmando que en Euskadi no se dan las condiciones de una democracia plena. Y, sin embargo, las demás fuerzas políticas optan, una vez más, por la indiferencia. No se puede exigir heroicidades a las personas, pero sí mayor decisión y sensibilidad a los partidos políticos.

En este contexto, resulta patético oir en los discursos del Aberri Eguna que no es posible la paz porque los "otros" tienen miedo a que los nacionalistas sean mayoría. Es decir, que del nacionalismo emblema de la ruptura democrática del inicio de la transición hemos pasado a un nacionalismo que en vez de cultivar un marco común de convivencia refuerza con su palabrería la división de la comunidad vasca en dos. Estamos ante una doble ficción. La ficción nacionalista de una mayoría social que no existe, y la ficción del Gobierno popular (nacionalista también, pero de otro signo) de una mayoría social alternativa que tampoco existe. Esta doble ficción es la fantasía ideológica por la que pugnan unos y otros, después de no haber sabido hacer de la nación vasca un marco común. Y, mientras, ETA sigue matando.

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