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Reportaje:

"Con 8 años construí un proyector usando piñones de bicicleta y unas gafas de mi abuelo"

En 1931, un enigmático carromato tirado por dos caballos blancos irrumpió en las calles de Torroella de Fluvià (Girona). Eugène y Marie, una pareja de alegres trotamundos, recorrieron el pueblo anunciando, un gran espectáculo a golpe de tamboril. Llevaban la magia del cine desde el otro lado de la frontera. "Parecía la carroza de un cuento de hadas", recuerda Tomàs Mallol (Sant Pere Pescador, Girona, 1923). La fascinación de esa primera proyección quedó grabada para siempre en la retina del futuro cineasta y coleccionista. "Cuando el pueblo quedó a oscuras, un rayo de luz partió de aquel misterioso aparato e inundó de imágenes una sábana blanca colgada ante la pared del estanco", explica.Mallol se convirtió en el más fiel y deslumbrado espectador de las proyecciones mensuales de los peliculeros ambulantes. La atracción que experimentaba provenía de las imágenes, pero también de la rotación regular que el proyeccionista imprimía a la manivela y de su característico sonido. "El canto de la máquina me sumía en una especie de estado de gracia", asegura.

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Eugène premiaba la fidelidad de aquel mocoso obsequiándole con retazos de película y explicaciones técnicas sobre el aparato. Esos fotogramas, mirados al trasluz, impulsaron a aquel mañoso chaval de ocho años a construir su propio proyector. "Utilicé cuatro maderas, los piñones de una bicicleta y unas gafas viejas de mi abuelo", recuerda Mallol. A pesar de no tener obturador, el invento funcionó. Y se ganó un lugar entre las vitrinas del museo. Tomàs Mallol está mucho más satisfecho de su labor de cineasta que de la de coleccionista. "Cualquiera puede coleccionar", asegura. Su pasión por el cine le llevó a trabajar como director de fotografía en el cine profesional, pero enseguida se rebeló contra las dependencias y servidumbres de la industria cinematográfica. Fundó la Unión de Cineastas Aficionados (UCA) y se dedicó a rodar sus propias películas. Los 31 cortometrajes que ha realizado a lo largo de su vida indagan en los entresijos del espacio y el tiempo. "Mis películas no intentan resolver nada, sólo incitan a la reflexión", advierte. Entre estos filmes, que han pasado a engrosar el fondo del museo, destaca Mástiles, centrado en el reflejo abstracto que los barcos trazan en las aguas del puerto de Arenys de Mar (Barcelona).

A partir de 1993, Mallol dejó de encontrar buenas piezas para su colección en las ferias de Europa. "Los japoneses y los árabes se lanzaron a montar museos de la imagen a golpe de talonario y el mercado se volvió loco", se lamenta. Los precios se triplicaban en un solo día. No obstante, Mallol no ha dejado de acudir a esas ferias, donde conserva numerosos colegas tocados por la pasión de la arqueología cinematográfica.

Mallol lleva aún en los bolsillos las fotos de los aparatos que le han ofrecido, a unos precios desorbitados, en su reciente visita a la feria de Viena. Entre estas piezas destaca un precioso proyector de fantasmagorías que está fuera de sus posibilidades y también de las del recién creado museo. Mallol observa la foto una y otra vez con ojos expertos: "No acabo de fiarme de esa chimenea", dice.

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