Aborto e inquisición
La fuerte conmoción producido por el secuestro judicial de cientos de historias clínicas en un centro médico de Albacete, dentro de la investigación de un posible delito de aborto, me parece buena ocasión para retomar la reflexión sobre algunas cuestiones relacionadas con el espinoso asunto. A este respecto, hay una pregunta que la situación creada sugiere en primer lugar: ¿por qué la intensidad de la reacción? Conviene recordar que el hecho no es nuevo, que tiene precedentes tan dignos de memoria como el caso de Ginemédica, en Valladolid, con un eco mucho más limitado. Pues bien, no creo que quepa atribuir el tenor de la respuesta a un súbito desarrollo de la conciencia civil en materia de derechos, pues intervenciones masivas sobre éstos y con fundamento no particularmente sólido se producen en la indagación, eso sí, de otro tipo de delitos. Ni pienso que la amplitud de la repercusión social a que me refiero pueda explicarse sólo con la existencia de un movimiento feminista organizado y especialmente sensible; y tampoco por el hecho de la incorporación del ahora primer partido de la oposición a esta clase de acciones.Los mencionados y otros posibles son factores que cuentan y que tienen segura incidencia en la respuesta pública que se comenta, pero lo que de verdad alienta en el fondo de ésta, con una pluralidad de solidaridades que no se detecta, en cambio, en la protesta por la cuestionable criminalización de otras conductas, es el sentido profundo de la injusticia y de la falta de razón jurídico-democrática que subyace a la persecución penal del aborto.
En efecto, aun siendo muchas las razones que se esgrimen en defensa de esa opción, lo cierto es que vale la pena recordarlo con un penalista bien poco sospechoso de veleidades abortistas como Quintano Ripollés en un texto de hace más de treinta años: "Fuera del mantenimiento del crimen de aborto como la destrucción de la obra divina que es toda criatura humana, las demás razones son bien poco convincentes, cuando no abiertamente cínicas". Con otras palabras, el tratamiento que la interrupción voluntaria del embarazo recibe en el actual Código Penal representa un enclave de derecho confesional en un ordenamiento laico. Lo que equivale, pura y simplemente, a seguir atribuyendo a la justicia criminal la vieja condición de "brazo secular" de una opción religiosa, respetabilísima como tal, pero que debería defender sus postulados por otros medios. Y más, una vez comprobado hasta la saciedad que -en este tema- la única elección al alcance del legislador no es el sí o no al aborto, sino la clase de aborto que quiere propiciar. En este caso, para las mujeres españolas que se vean obligadas a participar en esa tragedia colectiva que, según la OMS, ya hace algún tiempo, contabilizaba anualmente entre 35 y 55 millones de casos en todo el mundo. De este modo, y claramente, quienes optaron en su momento y los que siguen optando por el inaceptable sistema vigente, lejos de contribuir a paIiar la difusión del aborto, se limitan, simplemente, a situar el drama personal que constituye cada supuesto a la sombra de la cárcel. A añadir dolor inútil al dolor. Y a empujar al juez a un terreno altamente peligroso para los derechos de los demás sobre todo, pero también para su propia profesionalidad.
Es a lo que quiero referirme cuando asocio en el título aborto a inquisición. Porque tipos delictivos de tan ancestral configuración como éste demandan e incluso, objetivamente, impulsan prácticas judiciales igualmente anacrónícas, lo que aquí quiere decir lesivas de derechos. En efecto, el proceso inquisitorial nació como instrumento de la lucha contra el pecado travestido de delito. De ahí el carácter invasivo de sus prácticas, la ausencia de límites en la persecución, la agresividad con el imputado, que no existía sino como objeto...
Pues bien, el aborto es hoy el delito-pecado por antonomasia, y por ello convierte al juez en inquisidor en cualquier caso. Desde el punto de vista material, porque le obliga a operar en función de un valor que no reúne los requisitos del bien jurídico susceptible de protección penal en una sociedad pluralista. Cierto, pues lo efectivamente tutelado no es la vida y ni siquiera la vida biológica del feto, que no se beneficia nada de la vigencia de la penalización; perfectamente inútil como factor de prevención y, por tanto, en términos prácticos, sólo un cruel exorcismo. Lo que realmente se ampara con la pena es un modo religioso de entender aquellos valores, insisto que de una legitimidad indiscutible, pero en su propio terreno, es decir, el de la libre aceptación en conciencia.
Pero el efecto degradante de la criminalización del aborto sobre la función judicial es aún más patente en su proyección procesal. No puede ser de otro modo, cuando se obliga al juez -con tan peligroso bien jurídico real como referente- a indagar sobre decisiones personalísimas, tomadas siempre en situaciones límite. Y a hacerlo con instrumentos que no pueden sino entrar en la vida privada de la mujer afectada como el tópico "elefante en la cacharrería". No hay que engañarse; en materia de aborto, no hay investigaciones "de guante blanco", sean una o mil. Y todas, siempre, buscan y versan, precisamente, sobre los datos que se hacen constar en las historias clínicas. Datos que una mujer a la que se hubiera imputado ese delito tendría derecho a callar, pero que a través de la documentación médica pueden llegar a acusarle, en lo que constituye sólo una más de las perversiones procesales inducidas por la opción legislativa que se comenta.
Por eso es tan importante llevar la reflexión al fondo oscuro del asunto. En la investigación sobre un centro médico presuntamente dedicado al comercio y trasplante de órganos es obvio que el juez tendría que investigar en sus archivos. Ahora imagínese el caso -no sé, ni interesa para esta reflexión, si es el de Albacete- de una clínica sospechosa de la realización habitual de abortos ilegales. Pues bien, en un contexto normativo como el español no es fácil defender que no cupiera, dentro de la ley, hacer otro tanto. Se invocará con toda razón la intimidad de las afectadas por la pesquisa, que hubieran sido tratadas médicamente de cualquier afección, pero es que el delito de aborto es en sí mismo una licencia en blanco para la más abrupta invasión de intimidades. Por otro lado, también se lesionan intimidades, gravemente y de forma seriada, con medidas como las intervenciones telefónicas (a veces de teléfonos de uso público) y otras de empleo particularmente generoso y que no suele despertar mayores recelos en la opinión.
En definitiva, casos como el de Albacete, junto al ontológico coeficiente de injusticia, tienen de singular que amplifican la imagen del problema y le dan mayor visibilidad. Pero desde el punto de vista sustancial están dentro de la patológica normalidad del tratamiento del aborto que hoy luce en el Código Penal. Es evidente que el juez podría, y yo creo que debería, haber obrado de otro modo. Pero soy consciente de que emito esta opinión desde presupuestos extralegales que él puede no compartir. Y al decirlo señalo otra preocupante vertiente problemática del asunto. Es que la última garantía de las eventuales afectadas por el odioso precepto haya de consistir en que les toque en suerte un juez que no sintonice con la lógica perversa que late dentro del mismo. No hay derecho.
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