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Antiguas heridas

Antonio Elorza

En El laberinto de la soledad, advierte Octavio Paz que el pasado nunca desaparece por completo y que "todas las heridas, aun las más antiguas, manan sangre todavía". Esta constatación no supone la búsqueda masoquista de aquellos momentos y hechos que resulten más dolorosos. Pero, a la vista de la acumulación de sucesos trágicos en el siglo que ahora acaba, tampoco cabe cubrirlos con un velo para destacar en cambio únicamente los aspectos de una evolución siempre favorable que desemboca en un presente feliz. La realidad del siglo XX, dentro y fuera de España, es antes la de Johnny empuñó su fusil, ¡Ay, Carmela! y Shoah que la color de rosa con los tiernos herederos de Sissi emperatriz o de ¿Dónde vas, Alfonso XII? por lo demás en su mayoría responsables del ciclo de catástrofes iniciado en 1914 para nosotros, con la guerra de África.No hay que olvidar, pues, las antiguas heridas, en especial por .lo que concierne a ese periodo crucial del siglo que son los años de entreguerras, cuando emergen las corrientes ideológicas que llevarán a extremos inimaginables la destrucción y la barbarie calculada. La recomendación de Primo Levi se mantiene todavía vigente: aun a riesgo de parecer anticuados, hay que seguir hablando de ellos, examinando cómo pudieron afirmarse las ideas y los sistemas totalitarios, cuál fue el vínculo entre esas ideas y sus crímenes organizados y, en fin, por qué triunfaron. El olvido de estas cuestiones, o su trivialización, puede resultar suicida a medio plazo.

Y, sin embargo, ésta es la actitud que prevalece. Hemos tenido un reciente ejemplo en la oleada de comentarios que siguió a la desaparición de dos personajes, español uno y alemán otro, de muy distinta dimensión intelectual, pero coincidentes en la participación, desde una perspectiva aristocrática, en los movimientos que configuraron esos años de hierro. Aquel que limitara su conocimiento a los artículos necrológicos en torno a José María Areilza, el español, y a Ernst Jünger, el alemán, tendría la impresión de hallarse ante hombres que contribuyeron decisivamente a la construcción de un mundo más libre. Areilza, por su impuls o, a la transición democrática en España desde posiciones monárquicas y liberales. Jünger, en su calidad de ensayista que elabora un pensamiento crítico, cargado de recursos imaginativos, frente a las tendencias dominantes en la política y en el comportamiento social del último medio siglo. Entre los comentarios no ha faltado siquiera la excomunión preventiva dirigida a quien osara vincularle con el fascismo: sólo un ignorante total podría cometer tal sacrilegio.

Lástima que los hechos sean tozudos y que tanto en uno como en otro la relación con el fascismo sea una parte inseparable, y especialmente significativa, de sus respectivas vidas. Así, antes e ser un caballero de exquisitos modales y sincera adhesión al liberalismo, Areilza fue en los años treinta uno de los escritores más coherentes y mejor informados del primer fascismo español, con notables colaboraciones en la revista J. O. N. S. de Ledesma Ramos, antes de convertirse en primer alcalde franquista de Bilbao en 1937 y pronunciar un disurso digno de figurar en el libro negro del franquismo. Luego redactó, en compañía de Castiella, el libro-manifiesto de las reivinicaciones imperialistas del régimen, donde no falta una historia agrada de Falange. "La sublevación de julio era la más legítima de las rebeliones de un pueblo alzado contra un Gabinete de criminales", escribía entonces. Y todavía en 1958 se empleaba en impedir que el conde de Barcelona se entrevistase con Pau Casals, desde su puesto de embajador de Franco en Washington. Son antecedentes desagradables, pero de los que no es lícito prescindir si se aspira a comprender cómo determinados liberales y demócratas estuvieron en condiciones de jugar el papel que juga ron en la etapa final del franquismo.

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El caso de Ernst Jünger es bien distinto, pues resulta conocida su animadversión hacia Hitler, lo cual no excluye su condición de escritor que entre 1918 y 1933 contribuye a definir tanto los temas centrales como la estética del nacionalsocialismo. No es poco mérito, ni debe ser olvidado porque el autor rechazase el intento de Goebbels de inscribirle en el partido nazi. Sin duda veía en Hitler un plebeyo incapaz de llevar a la práctica su proyecto grandioso de una dictadura total, por efecto de una movilización total. Jünger estaba más cerca de los "cascos de acero", pero tampoco condenó entonces el nazismo y siguió publicando escritos, como el titulado Sobre el dolor, que se ajustaban perfectamente al patrón de las relaciones humanas del nazismo. Sería además injusto desconocer que na die en la Alemania de Weimar desarrolló con tanta coherencia y con tal riqueza de matices la perspectiva de un orden totalitario e imperialista que habría de afirmarse en el mundo por medio de una guerra también total, ganada por una raza (obviamente, la germana). El hecho de que Jünger manejase como nadie el arte fascista del enmascaramiento, con la captación del léxico del adversario -así, su protagonista histórico será "el trabajador"-, y que luego siguiera usando la máscara, rehaciendo y cortando sus escritos a toro pasado, no debe ocultar la limpidez de una trayectoria que, iniciada en 1920 con En tempestades de acero (el "en" es imprescindible), culmina en 1932 con El trabajador, pasando por La movilización total, de 1930, y por sus colaboraciones precedentes en una larga serie de revistas de extrema derecha.

El hilo conductor es bastante sencillo. La gozosa vivencia del frente, experimentada en los asaltos donde se imponen la técnica y el furor teutonicus, se cierra para Jünger con un momento de consagración, punto final del primer libro -citado: la citada atribución de la estimadísima Orden del Mérito que creara Federico II de Prusia. Detrás quedaban las múltiples experiencias en que la destrucción del otro, el grandioso paisaje de la muerte, incluso su olor, se habían traducido para él en goce estético y en sentimiento de serenidad (algo que tantos alemanes tendrán ocasión de repetir entre 1939 y 1945). En El combate como experiencia interior explicará "Ia voluptuosidad de la sangre", cuando en un asalto se acaba con el adversario. Si alguien no entiende esa grandeza de la guerra, es pura y simplemente "un esclavo". Sólo que Alemania capitula. A partir de este momento, el joven oficial se dispone a extraer las enseñanzas de la guerra, para relanzar el proceso interrumpido en noviembre de 1918 y combatir la amenaza de la consolidación de una sociedad burguesa. Si, en el fascismo italiano, el espíritu del ex combatiente se integra en el movimiento fascista con la incorporación de la violencia, de los usos y símbolos militares, para Jünger es la movilización total, esbozada en la gran guerra por Alemania, lo que debe constituirse en fulcro de

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un nuevo orden político y social asentado sobre la jerarquía y la voluntad expansiva. Los valores burgueses, con las elecciones, la libertad de prensa, la concepción pluralista de la sociedad, serán sustituidos por el modelo de organización ya experimentado por el ejército en guerra. El nacionalismo ha de ser la energía que inspire la transformación, fijando "tareas de rango imperial", mientras el socialismo proporciona "el presupuesto de organización totalitaria rigurosísima", equiparable a la militar. Nacionalismo imperialista y socialismo en cuanto militarización fundidos. Resulta evidente que Jünger no es un simple fascistoide: es un perfecto nacionalsocialista.

Como protagonista de la nueva era, nos presenta la figura del trabajador, pero el trabajador de Jünger nada tiene que ver con el productor o el proletario, cuya figura descalifica en los términos habituales del vocabulario fascista ("burgués sin cuello duro", "masa de viejo estilo"). El trabajador jüngeriano es el encargado de incorporar los valores surgidos de la experiencia de la guerra para la definición de una nueva humanidad, por medio de una nueva guerra, esta vez total y mundial. El trabajo no tiene nada que ver con la economía ni con la técnica, ni éstas pueden vincularse entre sí, sino que revisten un carácter mágico, instrumental para la afirmación de "una moral guerrera de rango supremo" en la transformación del mundo. No en vano, mediante una nueva captación, Jünger contempla el futuro acudiendo a la metáfora de una turbina que rezuma sangre. A fe que acertó, aun cuando los ejecutores no fuesen los seres excelsos que proponía en su libro. El relato alegórico de Sobre los acantilados de mármol (1939) sirve habitualmente como prueba de ese distanciamiento.

A partir de los años cuarenta, el pensamiento de Jünger sigue otras líneas, pero el juego peligroso de 1932 no se ha borrado por completo. En Heliópolis (1950) o en La emboscadura (1983), la reivindicación de las minorías superiores sigue en pie, así como una reflexión conscientemente ambigua, en que el blanco de las críticas es en apariencia una vaporosa dictadura demagógica, que evoca en sus rasgos formales al nazismo, pero puede ser también, y de hecho lo es en el segundo libro citado, la democracia. Con todas las cautelas propias del usuario de la máscara, genio y figura. Como ha recordado Duby, el bosque constituía el espacio (de la depredación y los excesos para el caballero feudal. Sigue siendo el de la irracionalidad y el mito para este singular heredero suyo, para quien la mayoría no quiere la libertad, patrimonio en cambio de un emboscado que proclama "el poder cósmico y eterno del hombre" en medio de una maraña de enemigos y agresores. El Emboscado sucede al Trabajador. "Los hombres libres son poderosos, aunque constituyen únicamente una minoría pequeñísima". Lo suficiente quizás para empezar de nuevo y reabrir las viejas y trágicas heridas.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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