Desde Singapur: Dios no existió, el vino sí
Hay que plantar cara. La historia de la humanidad del vino nos emplazó: cientos y cientos de millones de años anteriores a la aparición del hombre en escena, el vino, ya bautizado, ya tenía nombre. Eran tiempos de alegría metafísica triangular. Aquellos vinos de milenios y milenios de antes del Cristo de los cristianos sin DNI, eran recios cual pedernal; beberlos jóvenes era beber el amor de las fieras homosexuales y engarrotadas. Un vino viejo, entonces, tenía 100 años de cocedura, y mucho más en ocasiones. Marco Aurelio, ¡aquél!, sabio, chulo, épico, jamás bebió un vino de menos de 25 años, de edad. Pero ya desde el ancestrismo vinícola, sin publicidad, hoy beberíamos cocacola mezclada con vinagre: cada civilización ha matasellado vídeos con dioses a su antojo y sus gustos para que el vino se bautice, se ofrezca una forma, se perpetúe. Los romanos redondearon al feo, borrachín y ventripotente Baco, celestino de bacanales, aunque hoy algunos pretendan pervertir la leyenda; los griegos dieron vida y alma y esternones al regodeo sublime protagonizado por el dios Dionisos, bello y bebedor sabio y prudente...Y, hoy, la historia va: sigue siendo el estandarte del vino. Todos los ejércitos de dioses de la antigüedad y del modernismo se dieron cita la semana última en el otro culo del mundo para decirle de vino a la humanidad entera. En Taipei (capital de Taiwan), Hong-Kong y Singapur, Las Doce Familias Ilustres del Vino en, el planeta escenificaron la ceremonia vinícola más indecible y más bella de uno de estos siglos. De los 12, dos son españoles: la familia Vega Sicilia y la familia Torres; y ellos y los seis franceses, el italiano, el californiano, el alsaciano-franco-germano y el portugués disfrazado de Porto-almacén de paraísos. Todos pretenden la misma novia: que el vino familiar sea la estatua de la calidad incandescente y que su predicamento en el mundo sea el reino de los cielos en la tierra.
En Taipei y Hong-Kong y Singapur, los 12, los miembros de la asociación de grandes coleccionistas, Baccus de América, los amantes del vino de esta región asiática desolada por el agua, periodistas de todos los países del mundo del vino, izaron al cielo miles y miles de copas con el medio centenar de los mejores vinos del mundo: los de los 12 y vinos que cerraron los ojos para llegar desde Francia, Alemania, España, Australia, California y uno de Nueva Zelanda. Cada cena, cada día, cada copa, fue una gala con esmoquín y entraña y forma de vino. Las campanas del silencio y de la oración, en Taipei, Hon-Kong y Singapur, honraron el champaña más grande y vinoso de 1979, Bollinger, en botella Magnum; y regalaron murmullos los Magnum de Montrachet de 1982 (la cumbre blanca de Borgoña); y cuando el burbugeante Paul Roger Cuvée Sir Wiston Churchill de 1985 dijo su música, alguien bailó a hombros de la gloria. Australia, proyectada en el mundo con sus vinos Penfolds, se puso de fiesta: ¿es un gran vino el Penfolds, que ya se negocia en España?...
El jueves último ya los diosecillos del mundo del vino esperaban, sin esperar nada más, la traca final: la cena de Vega Sicilia, singapuriana, entronizada por los tres champañas-aristócratas de la burbuja champañera: Krug Clos du Mesnil 1983, 82 y 81..., su nuevo Alión y el escaparate vegasiciliano del arte de un Iugar de Balbuena de Duero cuyo nombre ya son letras del alma de los presentes", recitó un presente más vulgar que presente. El final lo consumó un milagro: un sorbo de Egon Muller, el vino más caro del mundo (400.000 pesetas la botella), 1.000 botellas de producción en el enredo dionisíaco alsaciano-alemán.
Había que morir, el mundo murió en aquel instante y resucitó acto seguido: había que recomenzar.
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