¿Y por qué no?
He aquí un asunto aparentemente banal, la designación del primer presidente del Banco Central Europeo (BCE). El próximo Consejo de la Unión Europeo no resolverá, como estaba previsto, la cuestión. Francia insiste en que este presidente sea francés. En cambio, los demás países no ven con malos ojos al candidato que aún se da por seguro y parecen considerar el empecinamiento francés como la manifestación raída de un orgullo nacional trasnochado.Es bien claro que el primer presidente ha de cumplir unos requisitos muy exigentes de competencia y de autoridad. Pero, afortunadamente, son muchos los países de Europa (incluidos Francia y España) capaces de proveer candidatos con el perfil apropiado. En el terreno económico, Francia es proclive a tomas de posición y a experimentos que despiertan el recelo justificado de sus socios. Pero el ámbito de la política monetaria constituye una excepción. En contraste con otras áreas de dirección económica, uno puede estar cierto que si Francia recibe la llamada, Francia proporcionará un banquero central con las credenciales antiinflacionistas y disciplinarias que son de rigor.
Y si esto es así, ¿por qué no solucionar el problema de la forma más simple, aceptando la solución francesa? ¿No le asistirá a Francia la razón en su reivindicación? ¿No es, al fin y al cabo, la Unión Europea una iniciativa franco-alemana? y ¿no se fijó ya la sede del Banco Central Europeo en Francfort? ¿Qué utilidad tiene herir en este tema el orgullo de Francia? No nos engañemos. El valor simbólico de la presidencia del BCE es muy grande, incomparable con el de algunos de los premios de consolación propuestos (la presidencia del Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo, por ejemplo).
Veámoslo de otra forma. Si, como muchos piensan, las cuestiones de símbolos no tienen importancia, entonces la forma más adecuada de resolverlos es que cada uno tenga como símbolo aquello que más valora como tal. Si Francia valora tanto esta presidencia, que la tenga. Francia gana su símbolo y los otros países pierden poco.
Queda, además, la posibilidad de que la cuestión sea de alguna relevancia en temas de sustancia. Repetimos, es preciso, ante todo, que el presidente del BCE sea un presidente creíble y, llanamente dicho, ortodoxo. Pero esta exigencia ineludible podría no determinar en todos sus decimales, sobre todo inicialmente, su actuación. Desde el punto de vista de un país específico, siempre será conveniente que este presidente lo conozca bien. Es evidente que el país de origen no es garantía de conocimiento. Pero en el reino de las probabilidades, uno diría que es ligeramente más probable que la existencia del Sur sea tanto más perceptible cuanto más sureños sean los orígenes.
En definitiva, la designación de un primer presidente del BCE de nacionalidad francesa sería lógica (y para nosotros ligeramente preferible). ¿Por qué no entonces? La respuesta es simple, pero preocupante: la solución lógica está condicionada por consideraciones de política interna alemana, es decir, por la necesidad del Gobierno alemán de ganar la confianza de su público hacia la unión monetaria. Para esto basta lo que basta y, aparentemente, la sede en Francfort, que debiera bastar, no basta. Me temo que esta disputa de los símbolos es un augurio de situaciones que pueden repetirse con frecuencia en el futuro.
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