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Historias de lo que pudo no ser

Daniel Innerarity

Cuenta Claudio Magris que cierto general famoso, interrogado acerca de qué había sentido cuando participaba en una célebre batalla, respondió diciendo que no había sentido nada especial "porque aquel momento no era aquel momento". La caracterización de un momento como algo históricamente relevante es siempre posterior a los hechos. La celebridad de una batalla es un asunto de historiadores, no de militares. En el curso de la batalla, los participantes desconocen si están participando en un acontecimiento histórico o jugándose la vida por una estupidez. Es la historiografía posterior la que reparte las medallas y los papeles, la que decide quién de aquéllos es ahora el traidor o el héroe, integrando unos hechos confusos en la epopeya de la historia universal. Que esa interpretación sea revocable y que, con frecuencia, los historiadores truequen después las condecoraciones por los desprecios o el simple olvido no contradice el funcionamiento selectivo e interpretativo de toda memoria histórica.Me pregunto qué hubiera opinado aquel general sobre la reciente discusión acerca de la enseñanza de la historia, que se ha intentado zanjar con la determinación de una serie de acontecimientos y circuristancias que los programas correspondientes deberían recoger. Apenas se han hecho valer, sin embargo, las virtualidades más propias del aprendizaje histórico y la conciencia que el estudio de nuestro pasado nos proporciona. Más importante que el estudio de una batalla que marcó decisivamente el curso de la humanidad es caer en la cuenta de que el curso de la humanidad pueda cambiar en una batalla y que los combatientes no tengan ni idea de cuál pueda ser el curso de la historia. Entonces se comprende bien que la historiografía sea un intento complejo y siempre revisable de obtener un significado que no está presente en las secuencias cronológicas ni en las intenciones de los que fueron sus protagonistas.

La historia, más que un registro de datos, es una escuela que enseña lo contingentes que son los acontecimientos humanos. La historia es fundamentalmente un medio para cultivar la memoria de nuestra contingencia, para recordar la futilidad de toda categoría definitiva, la provisionalidad de nuestras definiciones. Hay historia allí donde las intenciones subjetivas son derrotadas por un resultado imprevisible. Pese a la retórica de que se sirven los anunciadores de decisiones históricas (apenas hay político que resista la tentación de bautizar algo como tal), la historia es algo que pasa y no algo que se hace. La importancia histórica de una determinada resolución no es decidida por el protagonista, sino por el curso posterior de los acontecimientos, cuya interpretación es misión de los historiadores.

Esto es lo que le pasa a nuestra identidad, que es un asunto histórico y no un acto de la voluntad. Que la identidad es el resultado de una historia quiere decir que no es el resultado de una acción consciente, de un plan para conseguir precisamente ese producto. Las peculiaridades históricas resultan de la interferencia de intenciones muy diversas. Las identidades de los sujetos y las peculiaridades de los pueblos no se deben a la persistencia de una voluntad de serlo. La identidad no es el resultado de una acción, sino de una historia, es decir, de un proceso desarrollado bajo condiciones que se comportan azarosamente frente a las propias pretensiones. Nadie debe su existencia a un acto de aprobación hacia ella.

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Las historias son series de acontecimientos que desobedecen a las intenciones de los sujetos. No son la realización de un plan, ni lo que hacemos cuando podemos lo que queremos. Aquello que somos no permite ser entendido como el resultado de nuestra voluntad. Esto no significa que no estemos en condiciones de ampliar nuestras posibilidades de actuación en la historia; podemos hacer proyectos, pero el futuro de esos procesos complejos que nosotros u otros contarán como nuestra historia cuando el futuro se haya hecho presente, escapa finalmente a nuestras intenciones y pronósticos. La historia sirve para apuntar una identidad, pero no a la manera de una esencia necesaria por la que hubieran trabajado intencionadamente nuestros antepasados. La identidad es lo que resulta del complejo de intenciones discrepantes que pugnan antes de ser derrotadas finalmente por lo imprevisto. Lo que somos históricamente resulta siempre de la mezcla entre la intención y la contrariedad.

Por eso la historia no refuta ni demuestra proyecto político alguno. Es absurdo buscar en la historia pruebas de nuestra falta de libertad y esperar el descubrimiento de unos designios necesarios que nos exoneren del difícil ejercicio de nuestras libertades. La historia es un mal argumento en favor o en contra de cualquier política de la identidad, porque en la historia hay más azar que necesidad. Ésta es la enseñanza más apreciable del estudio de la historia: mostrando las casualidades que han dado lugar a lo que somos, permite adivinar qué indeterminadas están las posibilidades de lo que vayamos a ser.

En tanto que cultivadora de la propia contingencia, la historia despolitiza nuestra relación con la historia. Pero esa despolitización tiene una gran importancia política. Proporciona una lucidez especial contra la tendencia a suscribir una racionalidad de acciones, fines y planificaciones a las historias que constituyen nuestra identidad. Nos ayuda a entender cuánto debe nuestra peculiaridad actual a las inconsecuencias y casualidades del pasado, qué poco alcance tiene nuestra voluntad en el gigantesco escenario de los humanos y qué necesaria es la historia como remedio contra el fanatismo. Los devocionarios para la exaltación del destino ineludible de los pueblos son otra historia.

Daniel Innerarity es profesor de Filosofía y miembro de la Asamblea Nacional del PNV.

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