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Españolistas inconfesos

Junto a la reiterada propuesta de negociar con ETA o con su brazo político -"sobre lo que sea", como decía en un alarde de responsabilidad el presidente de Extremadura- corre por ahí la especie de que quienes rechazan como ilusoria semejante política serían españolistas unitarios avergonzados de su propia posición y, por tanto, inconfesos. Necesitados como están los promotores de cualquier negociación de visualizar las partes del futuro contrato como extremos del que ellos serían el centro o como platillos de una balanza de la que ellos serían el fiel, tienen que medir a quienes rechazan la política de negociar sin condiciones con idéntica vara que a quienes recurren el terror con el objetivo de alcanzar fines políticos. La falta de comprensión de los primeros bloquea las posibles salidas al ancestral conflicto en que se debaten, al parecer contra su voluntad, los segundos. Poco les falta para afirmar que la culpa de que los asesinatos continúen recae no más que sobre el cerrilismo de los asesinables.¿Dónde están, si puede saberse, esos españolistas inconfesos que cierran con su obstinada negativa los caminos de pacificación? Porque si algo caracteriza la evolución del Estado español durante los últimos veinte años es que ha procedido a un reparto territorial de poder sin precedente en nuestra historia. Este hecho, que se destacará sin duda como el comienzo de un proceso irreversible de federalización, ha tenido lugar sin que haya tropezado con obstáculos insalvables, sin tensiones que no pudieran ser asumidas por el propio Estado, sin resistencias en la opinión pública y sin que haya surgido ni una sola organización política nacionalista española dispuesta no ya a enviar sus escuadras a luchar contra el enemigo, sino ni siquiera a armar la mitad de la gresca de quienes para posibilitar que se abra un proceso de pacificación matan a pacíficos concejales o se dedican a vandalizar municipios.

Todavía más: en las masivas concentraciones de ciudadanos, cada vez que se ha producido un crimen particularmente horrendo, no se ha elevado jamás ninguna voz vengativa, exigiendo que se pague a los asesinos con la misma moneda que ellos administran a quien se cruza en su camino. Hemos visto tantas cosas durante estos años que apenas llama la atención un hecho capaz por sí solo de desmontar todas las teorías psicologistas sobre el comportamiento de las multitudes. Se tenía a las manifestaciones de masa como proclives a dejarse guiar por sentimientos primarios, por emociones y por impulsos irracionales. Pues bien, todas las manifestaciones con las que los ciudadanos españoles han respondido a los crímenes de ETA ofrecen el insólito espectáculo de una masa que discrimina, que rechaza a quienes enarbolan banderas de venganza, que es capaz de introducir una distinción entre vascos y ETA. Nadie lo diría, pero así es: son multitudes silenciosas que cuando hablan es para reclamar únicamente libertad, para decir "basta ya" o para gritar, como ocurrió en la respuesta al asesinato de Tomás y Valiente, "vascos, sí; ETA, no".

Esto es así porque, al mismo tiempo que ciertos nacionalismos han multiplicado su presión, sus exigencias, y han enarbolado la amenaza de la violencia o han utilizado ese arma como un chantaje, el nacionalismo españolista unitario ha desaparecido como estado de opinión y como fuerza política. Contra lo ocurrido en Francia, Italia o Alemania, no se ha producido en España ningún rebrote de la derecha nacionalista, derrotada sin paliativos en todas las elecciones convocadas desde 1977. Y como no existe esa formación política, y como la opinión pública anda bien lejos de cualquier nostalgia unitarista, los voceros de la negociación, tan comprensivos con las razones de la violencia y tan afanosos en sus intentos de pacificar esa extraña guerra con un solo bando que mata, no encuentran otro argumento que esgrimir el espantajo de los "inconfesos" para mejor vender su averiada mercancía.

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