México: el fundamentalismo indigenista
El conflicto de Chiapas ha desencadenado, en opinión del autor, una exacerbación del indigenismo
Un fantasma recorre México, el fantasma del indigenismo. Este hecho, palpable en un sector militante de la prensa, la academia y los libros, es positivo al menos por dos razones: contrapesa la tendencia a la homogeneidad cultural que caracteriza al proceso de globalización en el que estamos inmersos y es, ante todo, una urgente señal de alerta sobre la antigua condición de miseria y marginalidad en la que vive el 10% de la población del país: los indios de México.Pero junto a esta reivindicación necesaria de la causa indígena se está configurando un proceso político e intelectual preocupante. Me refiero a la formación de una nueva ideología, en el sentido clásico del término, como un remedo de religión y una "conciencia falsa de la realidad". Se trata de una exacerbación del indigenismo que podría llamarse "neoindigenismo".
Que la prediquen obispos, sacerdotes y catequistas en Chiapas no es extraño: la realidad particular que han confrontado no es muy distinta de la que encontró, hace 450 años, fray Bartolomé de las Casas. Que la propague urbi et orbi el subcomandante Marcos revela su genio de comunicador posmoderno: con un solo golpe de Estado (ideológico) se deshizo del fardo marxista y adoptó al neoindigenismo como un código inexpugnable de legitimación. Pero ahora la asumen, con el ardor de una nueva fe, intelectuales que en vez de servir a la verdad objetiva se han vuelto los profetas del neoindigenismo.
El movimiento comenzó en México, pero tiene ya fuertes ramificaciones en el mundo, sobre todo en Europa. Gracias a la invaluable colaboración del Gobierno priísta en sus niveles estatales y locales y a sus tropas paramilitares, la ideología neoindigenista ha logrado convertir a México en la capital mundial del lavado de conciencia. Ahora sucede que un alemán, un italiano o un francés pueden transferir cómodamente sus culpas históricas a México, nueva meca de la discriminación, la opresión y el racismo.
En el centro del credo neoindigenista hay un artículo de fe: Nueva España y México comparten una misma actitud colonizadora de intolerancia radical y de racismo excluyente con respecto a los indios. Se ha llegado a afirmar, con todas sus letras, que México no ha logrado ser plenamente una nación debido al trato discriminatorio que dio siempre a sus indios.
El neoindigenismo lleva a un rango absoluto lo que ha sido particular, parcial o relativo. Es cierto que la conquista fue traumática, es indudable que hubo zonas de resistencia a la colonización española, es conocida la lucha centenaria de las comunidades por defender sus derechos a su tierra y su cultura. Pero lo que el neoindigenismo deja de lado es la otra historia: la vasta convergencia de etnias y culturas; la conquista como fenómeno espiritual; el carácter relativamente paternal de la dominación ibérica, comparada con cualquier otro caso de colonización; la acentuación positiva de ese carácter en México; el persistente escape de los indios de sus colectividades hacia sitios donde la vida no era menos difícil, pero sí más libre; la voluntad de las indias -referida por varios virreyes- de tener hijos con criollos, mestizos o negros, no por traición a su raza, sino por el impulso de salvar a su progenie de una condición sin horizontes. Lo que el neoindigenismo desdeña, en el fondo, es el movimiento social de larga duración más original e importante de la historia de México: nada menos que el mestizaje.
Con este olvido se propaga una distorsión gigantesca que este país no merece. México tiene manchas vergonzosas en su pasado y su presente, pero en su trato hacia los indios fue más sensible o, si se quiere, menos destructivo que cualquier otro país de América. Es verdad que en la segunda mitad del siglo XVI sobrevino la catastrófica muerte de millones de indígenas, pero la causa directa no fue el exterminio sistemático, como en Chile o Argentina, ni el cerco asesino con que los norteamericanos terminaron por hacinarlos en reservas, sino la obra terrible de epidemias contra las cuales los indios no tenían defensa inmunológica. México no consintió siquiera que en el corazón de su territorio se formaran, como en Perú, dos sociedades apartadas y antagónicas: una blanca y otra india.
El mestizaje es un fenómeno de raíces complejas. A diferencia del mundo puritano que se horrorizaba del contacto con el indio, la mentalidad española propendió casi siempre a la asimilación y la variedad porque consideraba al indio como perteneciente al mismo reino natural y espiritual. De allí que la propia corona recomendara a los españoles concertar matrimonio con las indígenas. El proceso no fue fácil: por dos o tres siglos, el mestizo fue un ser inseguro y resentido: no su color, sino su origen, casi siempre ilegítimo, le vedaba el ascenso y la estima social. Gracias a la legislación liberal del siglo XIX -tan vituperada como incomprendida por los neoindigenIstas-, el mestizo y el indio se igualaron al criollo ante la ley.
El mestizaje en México es tan evidente que no se aprecia, salvo allí donde hizo falta: en Yucatán, escenario de la guerra de castas durante el siglo pasado, o en Chiapas, que ha sufrido levantamientos de origen étnico cada fin de siglo desde el XVII. Fuera de esos sitios, aun en zonas densamente indígenas, como Oaxaca, las revueltas masivas existieron en efecto, pero fueron casi siempre efimeras, acotadas, excepcionales. A excepción de los enclaves indígenas de México -notablemente Chiapas-, la desaparición casi total de las palabras tradicionales de connotación étnica es prueba fehaciente de que la realidad discriminatoria que denotaban ha ido desapareciendo. El mejor homenaje al mestizaje mexicano ha sido la arcaización del propio término: nadie usa la palabra "mestizo" por la sencilla razón de que desde el siglo pasado -y de manera cada vez más pronunciada- la población mexicana es mayoritariamente mestiza.
En el malestar de nuestra era posmoderna se pasa por alto él milagro que significa la cohesión del México mestizo. Los neoindigenistas la desestiman y sueñan con una vuelta al ilusorio edén de colectividades culturales y étnicas detenidas en el tiempo, amuralladas en el espacio, contradictoriamente protegidas y autónomas, fieles a sus usos y costumbres, pero "integradas al sistema global" (¿vía Internet?), practicantes de la magia y de la ciencia. México puede propiciar la autonomía responsable de sus comunidades indígenas. ¿Qué autonomía? Una que en su fuero interno se organice con absoluta libertad, pero que respete la herencia histórica común: el suelo y subsuelo de México, su sistema republicano, su pacto federal, su división municipal y, sobre todo, los derechos y libertades de las personas.
Los indígenas tienen pleno derecho a reclamar la autonomía, pero en sus municipios -los actuales o los nuevos que deben crearse, sobre todo en Chiapas deben garantizar la posibilidad individual de disentir, de cambiar, de escapar. Los nuevos profetas parecen más inclinados a favorecer una reconstitución ideal de la antigua República de Indios que a imaginar el funcionamiento de unidades viables, que logren conciliar el mapa político moderno de México con los mapas tradicionales. Esta conciliación debe instrumentarse con suma cautela si no se quiere crear una, dos, tres, mil matanzas como la de Chenalhó.
Porque una cosa es propiciar estas autonomías con ideas prácticas que mejoren su vida y otra muy distinta es perderse en un laberinto juridicista o predicar el esquema redentorista de una nación "reindianizada". Al hacerlo, el neoindigenismo mexicano -alianza non sancta entre un sector de la izquierda huérfano de su ideología original y una Iglesia católica milenarista, volcada hacia la teología de la liberación- corre el riesgo de legitimar una especie de fundamentalismo que no sólo alimeritará las tensiones étnicas en México, sino que las inducirá, las creará de hecho, allí donde no existían. Y, lo peor de todo, arrojará aún mayor confusión sobre el verdadero, el lacerante problema de México, que no es étnico, sino social y económico: la pobreza, esa condición que no respeta las diferencias de raza ni se explica mayormente por ellas, y menos aún se combate enardeciéndolas.
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