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Reportaje:EXCURSIONES: CERRO DE SAN VICENTE

Vistas al pasado

Templarios, carmelitas y santos dejaron huella en este monte toledano, en los aledaños de Madrid

El primero fue Viriato. El insumiso lusitano, tras el cual andaba el ejército romano como merétrix por rastrojo, parece ser, se dice, es leyenda, que usaba este cerro a modo de atalaya y base de operaciones, mayormente emboscadas, de las que el caudillo indígena era un as. Después llegarían los adoradores de Venus, el santo Vicente, los eremitas, los templarios, los carmelitas... Pero vayamos por partes. El cerro de San Vicente se alza en el noroeste de Toledo, a tres leguas justas del confín occidental de Madrid y a 108 kilómetros de la Puerta del Sol. Geográficamente, es un vértice insignificante de 1.322 metros: una altura secundaria de una sierra, la de San Vicente o del Piélago —bautismo éste que, no habiendo pelagus a la vista, o sea mar, sólo se explica porque, como observó el padre Mariana en 1590, "de todas partes brotan las más frescas aguas, y corren acá y acullá fuentes cristalinas"—, que, a su vez, es una minúscula estribación de la de Gredos, cuyas moles ingentes amurallan el horizonte al septentrión. Históricamente, empero, tiene más enjundia que la más alta montaña de España, siendo tal la acumulación de ruinas en su sobrehaz que el caminante ha de poner cuidado para no lastimarse las canillas con los sillares esparcidos por doquier.

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Una sierra desconocida

De tiempos de Viriato, consejas aparte, sólo restan en la zona los dos toretes ibéricos —y asomo de un tercero— que campean en una plazuela de Castillo de Bayuela. Mas no es en este pueblo, sino en el vecino de El Real de San Vicente, donde nace la vía que hoy vamos a seguir: un camino de tierra que sale a mano derecha nada más rebasar el número 48 de la calle de Juan de Dios Díaz; un camino que, señalizado como Ruta del Cabezo Hituero, zigzaguea entre bancales de hortalizas, olivos y frutales, remonta el arroyo de los Lomos bajo añosos castaños y, una vez alcanzado el límite del castañar, vira a la izquierda —ya sin señal alguna— para ir a dar, a una hora y pico del inicio, en la carreterilla que baja a Navamorcuende.

Restos del convento

Andando por el asfalto un breve trecho, rumbo oeste, topamos con los restos del convento de Piélago, del siglo XVII, con portada de sillares de granito labrados en punta de diamante y exornada con el escudo de España y el de la orden del Carmen, cuya ruina data de la guerra de los Siete Años (1833-1840), primera de lascar listas. Y por una pista que sur ge a la izquierda de la carretera, y como a cosa de 300 metros, un pozo de nieve que era "capaz de contener 182.000arrobas y producir un beneficio anual de 80.000 reales", merced al privilegio que tuvo, en tanto perteneció a la mentada comunidad, de "que no podía haber otro a menos de 15 leguas a la redonda". Monte arriba, atrochando por el pinar, ganamos en media hora la cima del histórico cerro. A su vera, bosteza una cueva donde los iberos rendían culto a Venus —otros dizque a Diana—; donde, según la tradición, buscaron cobijo, fugitivos de Talavera, los santos hermanos Vicente, Sabina y Cristeta, luego martirizados y muertos en Ávila por Daciano (siglo IV); y donde, en 1663, erigió una ermita un devoto llamado Francisco García de Raudona, al que más tarde se unieron otros ermitaños para fundar un cenobio carmelita, cuyos vestigios —pilas, muros, peldaños— yacen ahora en derredor.

Y más ruinas: las del castillo de los templarios (siglo XII), dos torres mochas que se presentan, casi a la mano, en un rellano sito a mediodía, con vistas al valle del Alberche y los montes de Toledo.

No son pocos, como se ve, los fantasmas que pueblan este cerro. Pero, puestos a elegir, nos quedaríamos con el del montaraz Viriato: un tipo al que le tiraba tanto el monte que ni siquiera quiso pasar su noche de bodas en poblado; que tuvo en jaque al romano invasor con sus celadas —sonada fue la del desfiladero de Ronda—, y que sólo cayó en una: la que le tendieron, allá por el 140 antes de Cristo, mientras dormía en su cuartel del cerro de San Vicente, sus compañeros Audax, Minuro y Ditalkón. Roma, sabido es, no pagó a los traidores.

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