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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El centro o la derecha

A LOS dos años de su triunfo electoral, Aznar tiene motivos para sentirse orgulloso de la consolidación de su Gobierno y de sus logros en materia económica. Sobre todo a la luz de las vacilantes expectativas que le abrió su escasa victoria del 3 de marzo. A cambio existen síntomas de una creciente polarización política y división social que, sin ser dramáticas, no existían ni con los Gobiemos de UCD ni con los socialistas. No, al menos, a los dos años de su llegada a La Moncloa. Esta consideración debería moderar la euforia con que Aznar glosó ayer sus dos años de su Gobierno.A diferencia de las desmesuradas expectativas suscitadas en 1982 por el triunfo del PSOE, Aznar partía de una situación precaria. En ausencia de un gran encantamiento, tampoco ha habido desencanto, excepto para unas docenas de fanáticos de la segunda transición. Los buenos resultados económicos han favorecido por otra parte la continuidad de los pactos suscritos con los partidos nacionalistas. El resultado es el aprobado en el examen del euro y una situación política bastante estable. Frente a ella, la oposición socialista no acaba de seleccionar los temas en los que quiere diferenciarse de los conservadores, lo que a su vez afianza a Aznar.

Cualquier resultado de estos años debe valorar el inédito pacto entre los conservadores y los nacionalismos periféricos. La influencia moderadora de estos últimos, especialmente los catalanes, ya se había manifestado, en el terreno económico, en el periodo 1993-1996. Esa incidencia se ha mantenido y se ha extendido también a terrenos políticos. En general, Pujol ha intentado moderar las iniciativas más intervencionistas o arbitristas del PP en el terreno de los medios de comunicación. Pero, a cambio, las concesiones a los nacionalismos, realizadas por unos negociadores bisoños, han desatado una dinámica de emulación que si no se encauza podría comprometer la viabilidad del sistema autonómico. Especialmente en el campo de la financiación, pero también en el del equilibrio territorial.

La relación con el nacionalismo vasco ha sido más problemática. El empeño de Mayor Oreja por asociar al PNV al pacto de investidura no se debía tanto a sus cinco escaños -matemáticamente no imprescindibles para completar la mayoría- como a la conveniencia de establecer una relación fluida respecto a la lucha antiterrorista. El resultado ha sido que el PNV ha obtenido sus principales reivindicaciones autonómicas -y planteado otras- sin hacer el mínimo esfuerzo por acreditar la legitimidad de las instituciones del Estado en Euskadi; al revés, denunciando al Gobierno ante instancias internacionales por su política penitenciaria en relación con los presos de ETA.

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La economía ha crecido a buen ritmo, y aunque el paro no se domeña y sigue siendo casi el doble de la media de los países de la Unión Europea (UE), al menos no ha crecido más. En este terreno, lo más sobresaliente es un déficit controlado y una inflación moderada, que han permitido bajar de forma espectacular el precio del dinero. Es cierto que esos resultados se deben en parte al favorable contexto internacional, reforzado por la dinámica convergente de las economías europeas, y que ha habido más continuidad que ruptura en relación con la política económica que ya venían practicando los socialistas en los últimos años. Pero sería injusto no reconocer al equipo económico del Gobierno sensatez para evitar interferir con decisiones contradictorias esa buena coyuntura. Incluso cabe el reproche de un exceso de afán por no hacer: el déficit se ha controlado más por la vía del aumento de los ingresos favorecido por el crecimiento que por la reforma de la estructura del gasto. Y apenas ha habido iniciativas para aprovechar la buena coyuntura para introducir reformas económicas favorables a la competencia. En fin, la apuesta por el diálogo con los sindicatos y la patronal se ha visto favorecida por la buena disposición de los agentes sociales, y esa apuesta se ha revelado acertada.

El PP ha abandonado por el camino muchas promesas electorales, como la reducción de altos cargos, y aplazado otras, como la reforma fiscal para bajar los impuestos. A su vez, los buenos consejos de sus socios les han permitido olvidarse de alguna idea sobrevenida, como la de una ley de contenidos audiovisuales y otra de secretos oficiales; pero nadie ha hecho desistir al núcleo duro del PP de su proyecto de dinamitar cualquier puente con el primer partido de la oposición con la ayuda de un blindaje mediático creado al amparo del proceso privatizador. Ello ha descubierto la cara más intervencionista y sectaria -es decir, más autoritaria- de la generación de dirigentes conservadores que hoy gobierna España. Pero lo peor es que están orgullosos de ello, lo que contradice el perfil centrista que trata de mostrar la propaganda de Aznar y los suyos.

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