La imagen despótica
La lectura a vuelapágina del libro Espejo de miradas, donde Carlos Heredero nos adentra en el relevo de rostros que se está produciendo en el cine español, me creó necesidad de leerlo con detenimiento, a la busca malvada de hilos sueltos. Acabé esa segunda lectura y lo que me dejó deducir la primera se confirmó: hay en sus páginas hilos de los que, si se tira, devanan madejas enteras. Como en cualquier tiempo y lugar, en la España de ahora -aunque el culto al ombligo se está multiplicando a más velocidad que la visible por ahí fuera seguimos sin ser en lo esencial diferentes, y por el cauce del nuevo celuloide que explora con admirable precisión Heredero corren las mismas aguas que corrían en los viejos arroyos.Hay que acudir a este gran libro filón y está bien comenzar tirando de un hilo de la madeja con que Alejandro Amenábar taponó los oídos, sospecho que asombrados, de Heredero cuando le dijo que, en Vértigo, Hitchcock "cometió un gran error al dejar que el espectador descubra el misterio a mitad de metraje"; y, más feo de oír, que Centauros del desierto es "una película mal contada y profundamente fascista", dos temerarias lápidas de Amenábar que merecen mirarse con lente de aumento, porque lo que enuncian inquieta un poco: que este excelente director no supo ver dos de las obras más libres que ha dado el cine, aunque en sus películas hay buen empleo de la elipsis -es decir, el salto secuencial o compresión del tiempo que abre camino a la capacidad sugeridora de la imagen y con ella a la libertad de respuesta del espectador-, eminente rasgo formal en que ambas películas abatidas son himalayas, zonas sagradas, pozos sin fondo.
Amenábar tiene a mano, en el libro de Eugenio Trías Vértigo y pasión, 300 penetrantes páginas escritas por un refinado espectador que extrae de Vértigo algo que se sabe, pero tan frondoso que pervive inédito: al descubrir el lado oculto de la trama a mitad de película, Hitchcock nos libra de la angostura del misterio mecánico, lo que llamamos secreto, y nos abre las anchuras del misterio dinámico, lo que llamamos poema, y, en concreto, poema trágico, categoría poética situada, dentro de las jerarquías de la ficción cinematográfica, a distancias astronómicas por encima del enigma policiaco. Lo que Amenábar considera un "gran error" de Hitchcock es en realidad, junto a la insondable zona oculta o elíptica de La ventana indiscreta su más audaz y glorioso acierto.
Pero esto es calderilla junto a que Centauros del desierto está "mal contada", cuando allí John Ford, en un despliegue portentoso de elipsis, cuenta en los diez minutos iniciales la vida entera de una familia con tan pasmosa concisión que nadie igualó su hazaña. Y esto es calderilla de calderilla si se añade que el filme, uno de los más libres que existen -Spielberg, mientras rueda, lo tiene siempre en la pantalla de un televisor, para respirarlo, y no digo que Scorsese lo considera el mejor porque para nuestro cineasta este colega no es gran cosa-, lo barre Amenábar por "profundamente fascista cuando en la (prodigiosamente contada) busca de un padre a la que cree su hija para matarla no hay rastro de cine autoritario o imagen despótica, sino llamadas a la libre mirada del espectador, que desvela dentro de sí el temblor subterráneo de la tragedia y recompone en su pantalla interior el horror que arrastra un errante asesino suicida en busca de una tumba para él y para la niña que teme haber engendrado.
Envilece al cine de ahora la imagen despótica, que maniata la mirada del espectador y le impide ser libre frente a la pantalla. Es el signo del cine autoritario o (en palabra, que comparto, de Amenábar) fascista: el que disfraza de caricias estéticas a las coces morales. De él hay muchos ejemplos en Hollywood y en las sucursales europeas de la modernez, expertas en meter con embudo cromos y más cromos (de lo infame rosa a lo infame negro) en las tragaderas del espectador desprovisto, por apedreamiento visual, de capacidad de respuesta y de la libertad que le dan esas Vértigo y Centauros del desierto menospreciadas por Amenábar, buen director pero no tan buen -lo que debería alertarle, porque si esto persiste haría peligrar aquella bondad- espectador.
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