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Tribuna:REFORMA DEL CÓDIGO PENAL
Tribuna
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Eutanasia, delitos sexuales y libertad de expresión

La aún corta vigencia del nuevo Código Penal ha confirmado la valoración previa a su entrada en vigor: un juicio globalmente positivo de un texto legal con una parte general claramente superior, desde un punto de vista técnico, a su parte especial. Ésta aborda los temas político-criminalmente relevantes en este final de siglo, lo que en muchos casos no hacía el Código anterior, aunque no siempre la respuesta legalmente dada pueda considerarse como una regulación acorde a las exigencias de la actual sociedad española.Por otra parte, el Código Penal, al igual que cualquier texto legal, requiere un periodo de rodaje, de adecuación, a través de la interpretación, a los problemas que el día a día presenta a las instancias encargadas de su aplicación. Las respuestas a dar, en cualquier caso, deben llevarse a cabo de conformidad con los principios contenidos en el texto constitucional, como manifestación elemental, pero a veces olvidada, del principio de jerarquía normativa.

Desde este punto de partida, las tres cuestiones que aquí se abordan: eutanasia, libertad de expresión versus honor e intimidad de derecho penal sexual nos van a llevar a distintas conclusiones: modificación legislativa, respuesta vía interpretación o mantenimiento de la actual regulación.

La muerte de Ramón Sampedro y el contenido de su testamento hacen pasar a primer plano el debate sobre la eutanasia. Este debate ya se producía, con menos trascendencia, desde hace tiempo en determinados ámbitos de nuestra sociedad. El Código Penal introduce la novedad, dentro del auxilio al suicidio, de atenuar la pena, manteniendo por tanto su consideración como delito en los casos de eutanasia directa ante "la petición expresa, seria e inequívoca" de quien "sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar".

La reflexión sobre el bien jurídico protegido, la vida, en el marco de un modelo social personalista, como el constitucionalmente diseñado que reposa sobre "la dignidad del hombre y los derechos que le son inherentes", hace surgir serias dudas sobre la criminalización de estos comportamientos. La vida, a efectos jurídicos, no es sólo una realidad biológica, es, además, el derecho a vivir, a hacerlo con dignidad, y es,- sin duda,- el ejemplo más claro de lo que técnicamente llamamos bien jurídico individual. La duda es cómo garantiza mejor el ordenamiento este bien jurídico: manteniendo la obligación de vivir contra la voluntad del titular en las condiciones descritas por el Código o respetando su derecho a morir con dignidad, como manifestación máxima del derecho a vivir en igual condición, aunque ello requiera la colaboración activa de otra persona.

La presencia de las dramáticas circunstancias descritas por el Código es lo que justifica la actuación del que colabora en la eutanasia, y su ausencia explica, en cambio, la criminalización del simple auxilio al suicidio.

El debate se torna jurídicamente más complejo en los casos de quien está en la situación de riesgo vital o de grave padecimiento y no está en condiciones de poder manifestar su voluntad. Sin duda, el peso del orden ético, mayoritario en nuestra sociedad, y la historia de exterminio en los campos de concentración nacionalsocialista condicionan decisivamente el contenido del debate. En el fondo del mismo subyace la cuestión de los límites de la disponibilidad de los bienes jurídicos individuales, y muy especialmente de la vida y la salud. El Código se inclina, lo que tiene una difícil justificación constitucional, por la no disponibilidad. Por el contrario, parecería más conforme con los principios constitucionales partir del principio opuesto, esto es, su carácter disponible, regulando las condiciones en que es posible la eutanasia, igual que se hace en aquellos supuestos de disposición de la salud de gran trascendencia: trasplante de órganos, esterilización y cirugía transexual.

La discusión en torno a la colisión de la libertad de expresión con los derechos de la personalidad y muy especialmente con el honor y la intimidad de las personas públicas, fue un tema central en el debate previo al actual Código. La cuestión, entiendo, no es tanto de legislación penal como de dogmática de los derechos fundamentales. La jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha ido construyendo desde la ya lejana sentencia del caso Soria Semanal las circunstancias en las que la afirmación de un hecho, la reproducción de una imagen o la valoración que afecte al honor o a la intimidad de una persona está justificada. La justificación implica el cumplimentar el deber de comprobación en las afirmaciones de hecho y excluye el insulto formal en las valoraciones. La razón última no es otra que la función que la opinión pública que se forma a través del ejercicio del derecho a la información cumple en una sociedad democrática. En especial, el principio de proporcionalidad en la lesión del honor y la intimidad desarrolla un importante papel en la solución de este conflicto.

El debate es, por tanto, constitucional. El Código Penal debe proporcionar vías en las causas de justificación para trasladar al ámbito penal el resultado del conflicto constitucional de derechos en los casos en los que se resuelva a favor de la libertad de expresión. La vía no es otra que el ejercicio legítimo de un derecho, del número 7 del artículo 20 del Código. El derecho en este caso es la libertad de expresión, y el carácter legítimo de su ejercicio aparece vinculado a los apuntados principios de proporcionalidad, veracidad e interés para la formación de la opinión pública. Únicamente el examen del caso concreto llevará al tribunal a decidir si se han respetado, o no, todas y cada una de estas exigencias.

El contenido de los delitos referidos a la vida sexual es una discusión clásica en el debate de cualquier proceso de reforma penal, al ser un punto de máximo contacto entre ética y derecho, donde históricamente la justificación del carácter delictívo de una conducta en el hecho de ser pecado alcanzaba su máxima expresión. En el Derecho Penal español, los Pactos de la Moncloa iniciaron el proyecto de reforma de estos delitos, tomando como principio la protección de la libertad sexual y la necesaria coexistencia de diversos órdenes éticos. Tras sucesivas reformas, el actual Código acoge las posiciones políticocriminalmente mayoritarias en la materia: respuesta penal frente a imposiciones violentas o frente a la utilización de una posición prevalente y excluir la relevancia penal de la relación sexual consentida una vez que se ha llegado a una determinada edad, 12 años.

Querer ahora, en razón de una necesaria protección del menor, revisar los límites de edad ampliando la intervención del derecho penal es, por lo menos, una decisión de política legislativa no suficientemente meditada, pareciera que tras ella vuelve una vez más a estar presente la pretensión de imponer un determinado orden ético y el pensamiento de huir hacia el Derecho Penal, plasmado en la errónea creencia de que sólo el recurso a las penas es el medio válido y eficaz para evitar los comportamientos socialmente no deseados.

Con motivo del X Congreso Universitario de Alumnos de Derecho Penal de Salamanca que, bajo el título Nuevas cuestiones penales, se celebrará del 11 al 13 de marzo, EL PAÍS Digital abre un debate en la dirección www.elpais.es/p/d/debates/debates.htm de Internet.

Ignacio Berdugo es catedrático de Derecho Penal y rector de la Universidad de Salamanca.

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