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Tribuna
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IRPF, una reforma con elevado coste social

El debate que se está produciendo sobre la anunciada reforma del IRPF corre el riesgo de intentar colocar demasiados temas en primer término, de forma que finalmente se produzca una falta de transparencia sobre los aspectos básicos que deben sustentar el modelo fiscal que necesita la sociedad española. Afortunadamente, la legislación española recoge de forma inequívoca cuáles son las funciones de los impuestos y sus principios rectores. Así, la Ley General Tributaria específica en su artículo 4º que los tributos son "medios para recaudar ingresos públicos", y que además deben "servir como instrumentos de política económica general, atender a las exigencias de estabilidad y progreso sociales y procurar una mejor distribución de la renta nacional".De igual forma, en los artículos 3º de la citada ley y, de forma especialmente clara, en el 31.1 de la Constitución española se establece que el sistema tributario ha de regirse por los principios de generalidad, de forma que todos contribuyan al sostenimiento de los gastos públicos, y equidad en la distribución de la carga, que tiene una doble interpretación: que contribuyentes con igual renta paguen lo mismo (equidad horizontal) y que aumenta la carga tributaria conforme aumente la renta (equidad vertical). En definitiva, nuestro modelo establece que se debe contribuir en función de la capacidad económica del sujeto pasivo.

Por tanto, toda reforma del modelo, tributario vigente será buena en la medida en que contribuya a mejorar su eficiencia en el logro de los objetivos establecidos, o cuando tienda a perfeccionar el grado de cumplimiento, de sus principios rectores. Sin embargo, se está planteando una reforma del IRPF, la principal figura del sistema tributario español, que recauda casi seis billones de pesetas (lo que supone aproximadamente la tercera parte del total de ingresos no financieros del Estado), eludiendo hasta el momento la explicación de sus implicaciones reales e incluso la información más elemental, y se está centrando la campaña previa a su introducción en un demagógico argumento, como es afirmar que "todo el mundo va a pagar menos" y por ello todo el mundo va a resultar beneficiado por la reforma.

Se dice también que el nuevo impuesto no producirá una merma de la recaudación global, puesto que fomentará tanto el trabajo como el ahorro y desincentivará la ocultación fiscal, compensando a través del aumento de la base imponible total gravada una posible reducción inicial de ingresos. Además, se realizará una mejora de la gestión del impuesto que permitirá eliminar ese posible déficit de recaudación. Todo lo anterior suena a música celestial: pagar todos menos, no subir otros impuestos y no recortar el gasto público, pero supone una cuadratura del círculo que sólo se sostiene sobre el papel.

Como aspecto previo, hay que recalcar que, partiendo de los problemas actuales del IRPF, la máxima directriz de su reforma debería ser la adecuación de la carga tributaria de cada contribuyente a su capacidad de pago, y nunca la generalización indiscrirninada de una menor contribución. Es perfectamente deseable, por tanto, que algunos contribuyentes vean aumentadas sus obligaciones de pago como consecuencia de la reforma, si es que actualmente están tributando en menor cuantía de lo que les correspondería con un impuesto realmente justo -y, desde luego, ésta es la situación de ciertos contribuyentes-, con lo que sería posible rebajar la carga a quienes, como los asalariados de rentas bajas, están contribuyendo en demasía. En cuanto a los núcleos argumentales de la reforma, es necesario explicar que la teoría que asegura los efectos positivos que una reducción impositiva tiene sobre el empleo, el ahorro, la elusión fiscal y la recaudación es muy dudosa, hasta el punto de que cuando se puso en práctica en Estados Unidos durante el mandato de Reagan produjo no sólo una, reducción de los ingresos fiscales, sino una disminución del nivel de ahorro nacional hasta alcanzar mínimos históricos, y una redistribución mucho más desigual de la renta.

Así, la experiencia ha, demostrado lo que por otro lado nos dicta la lógica: que si todos los contribuyentes pagan menos, se producirá una reducción de los ingresos públicos. Por tanto, los riesgos de insistir con esta política tributaria son ciertos y elevados, y difícilmente tienen marcha atrás. Por que al no poderse incrementar el déficit público sólo podrá compensarse a través de dos opciones: la elevación de otros tributos o el recorte del gasto. Dadas las pocas alternativas existentes, no resulta difícil adivinar que, en el primer caso, se traduciría con toda seguridad en un aumento de los impuestos indirectos, lo que aumentaría la carga tributaria sobre los perceptores de rentas medias y bajas, y en el segundo, en un recorte del gasto social. Ambas medidas, de corte profundamente regresivo son socialmente inadmisibles.

Lo que se evidencia es que los ingresos y los gasto públicos van indisolublemente unidos, constituyendo las dos caras de una misma realidad. El gasto público promueve crecientes niveles de eficiencia económica, de cohesión y bienestar social, y los ingresos públicos posibilitan, la financiación de ese gasto y la redistribución de la renta, de forma que entre ambos configuran el modelo social de un país. Por ello, tan relevante como el mantenimiento y desarrollo de los servicios públicos, protección social y bienes básicos de financiación pública, es el modo en que se consiguen esos recursos, es decir, la estructura y objetivos del sistema fiscal del país. En consecuencia, es el conjunto del sistema tributario el que debe atender los criterios establecidos, en nuestra Constitución, para garantizar el mantenimiento de nuestro Estado social y la mejora progresiva de la calidad de vida del conjunto de los ciudadanos. Pero esto no será posible si en la principal figura del modelo se abandonan esos criterios y pasan a ocupar un lugar secundario.

Porque lo cierto es que nuestro IRPF recauda poco. Según la OCDE, entre tres y cinco puntos menos del PIB que los impuestos equiparables de los países de nuestro entorno, lo que constituye la primera disfunción básica del impuesto. Y esto no es incompatible con el hecho de que el 59% de los españoles considere que pagamos mucho en impuestos, según reflejan los estudios del CIS. Lo que sucede es que esta percepción de los ciudadanos es resultado de la falta de equidad y del elevado nivel de fraude existente en este tributo.

El impuesto actual no cumple el principio por el cual dos contribuyentes con el mismo nivel de renta deben soportar una carga igual, puesto que establece distintos métodos de determinación de la renta gravable y tipos de gravamen según cual sea la fuente de obtención de renta. Así, las rentas del trabajo tributan a través de una escala progresiva y se someten a retención en la fuente, con lo que se asegura un altísimo nivel de cumplimiento de sus obligaciones. Por contra, gran parte de las rentas empresariales y profesionales tributan mediante sistemas de estimación indirecta de la renta, que impiden que la contribución se adecúe a la capacidad de pago real del sujeto pasivo y posibilitan un alto nivel de ocultación de ingresos. Ello explica el hecho de que los rendimientos empresariales medios declarados en el IRPF supongan sólo el 60% de los ingresos medios declarados por los trabajadores.

Asimismo, las plusvalías procedentes de la venta de bienes, a diferencia del resto de las rentas, tributan a un tipo único del 20%, de forma que han sido excluidas en la- práctica de la progresividad del impuesto, haciendo recaer ésta en mayor medida sobre los rendimientos del trabajo. Se ha configurado así un IRPF que cada vez más se asemeja a un impuesto sobre los salarios, de forma que el 80% de la renta gravable total procede del trabajo por cuenta ajena.

Esto explica que a la mayoría de los españoles les parezca excesivo e injusto el pago de impuestos, puesto que en términos relativos es cierto: la mayoría (los asalariados) pagan en exceso compensando que otros contribuyentes pagan menos de lo que deben, o no pagan. Y esta tendencia va en aumento. Por otra parte, debido a que nuestra recaudación impositiva es menor que en el resto de países de la Unión Europea, nuestro nivel de gasto en protección social sólo alcanza el 65% de la media comunitaria.

En suma, el IRPF español es un impuesto con baja capacidad recaudatoria, que reparte desigualmente la carga tributaria, penalizando fuertemente a las rentas provenientes del trabajo, poco progresivo en la práctica, y que soporta un elevado nivel de fraude, centrado básicamente en las rentas empresariales y profesionales. La reforma es, en este sentido, necesaria y urgente. Las líneas de mejora deben ir dirigidas a corregir esos desequilibrios de forma que se recuperen los ya mencionados principios y objetivos que nuestra legislación establece. Algo sobre lo que no parecen centrarse las propuestas de reforma conocidas hasta ahora.

La reforma del IRPF que se se plantea, al igual que la mayoría de las modificaciones tributarías que se han llevado a cabo en los últimos años, participa en su forma y contenido de una visión regresiva de la fiscalidad, que contempla los impuestos en términos de beneficio personal y al margen del bienestar colectivo. Se pretende con ello invertir el signo de la redistribución, disminuyendo la contribución de los que más tienen, reduciendo la eficacia de los instrumentos de reequilibrio social sentando las bases en definitiva para recortar el Estado de bienestar.

En definitiva, estamos ante uno de los aspectos probablemente de mayor calado político de los que se van a tratar en esta legislatura, un test sobre el talante y el sentido social del actual Gobierno, porque la fiscalidad no es un conjunto de normas neutras basadas únicamente en cuestiones técnicas, ni constituye un fin en sí mismo, sino un instrumento que contribuye a la configuración de un modelo social y, por tanto, un arma política de primer orden por su influencia directa sobre el ciudadano.

Cándido Méndez es secretario general de UGT.

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