Artistas de la destrucción
La mayoría de los manifiestos son aburridos. Por un momento, tal vez despierte verdadero entusiasmo, pero una vez desaparecida su causa inmediata su retórica suena estridente y ampulosa a los cansados oídos de la posterioridad. Como forma literaria, el manifiesto es un invento moderno que tiene sus orígenes en el siglo XVII. Su producción en masa comenzó a principios del siglo XX, cuando ningún movimiento que se preciara de tal podía estar sin uno. A partir de ahí, el género cayó en un ciclo de inflación y en el consiguiente declive.Las excepciones a la regla son escasas: el documento titulado The Unanimous Declaration of the Thirteenth United States of America conserva mucha de su fuerza original, e incluso la famosa carta de Émile Zola todavía se cita con respeto. Sin embargo, el superviviente que produce más sorpresa es, a buen seguro, El manifiesto del partido comunista, obra maestra escrita por los señores Marx y Engels y publicada en 1848.
Leído hoy, es quizá el más conciso y escalofriante testimonio de un proceso que causa estragos en el mundo contemporáneo: la presión inexorable de la globalización. De los cuatro capítulos del manifiesto es el primero (y sólo el primero) el que justifica el gran eco del conjunto de la obra. Los autores no sólo prevén el futuro describiendo movimientos seculares como la urbanización y el incremento de la mano de obra femenina, sino que también analizan el mecanismo de crisis inherente a la economía capitalista con una exactitud sin parangón entre los más recientes gurús. Dan cuenta del vertiginoso ritmo del cambio al que todas las sociedades modernas están sujetas, y nuevamente prevén, con precisión que roza la clarividencia, las consecuencias "del infinito progreso de las comunicaciones". También anticipan la destrucción de la industria básica meridional, una catástrofe que ha sacudido a muchas regiones y de la que aún no hemos visto el final. Por último, ponen al descubierto las implicaciones políticas de una economía totalmente globalizada: la inevitable pérdida de control por parte de los Gobiernos nacionales, cuyo papel se ve reducido al de "un consejo que administra los negocios comunes de la clase burguesa" representada hoy por las grandes multinacionales.
Todo esto no quiere decir que los autores del manifiesto fueran infalibles. De hecho, su análisis sobre las clases dista mucho de dar en el blanco. La piedra de toque de su argumentación es la afirmación de que "la cantidad de trabajo [industrial] está aumentando". Los hechos se han encargado de desmentir tal afirmación. La demanda de mano de obra industrial ha caído de manera brutal y la llamada clase trabajadora se está reduciendo rápidamente. Hace un siglo, gran parte de la mano de obra estaba ligada a la agricultura; actualmente, el 2-3% de la misma produce más que el 60-80% tradicionalmente ocupado en el sector primario. El mismo proceso está sufriendo hoy el proletariat en el que Marx y Engels basaron sus esperanzas revolucionarias. La concomitante ascensión de una clase media amorfa y de múltiples capas ha acabado con la noción de que todos los estratos intermedios están condenados a desaparecer. En vez de ello, somos testigos del rápido crecimiento, tanto a escala nacional como internacional, de una nueva clase: millones -si no miles de millones- de personas que no tienen acceso a un puesto de trabajo, y a las que ni siquiera se considera aptas para ser explotadas por las fuerzas de la globalización posmoderna.
A pesar de estas fisuras, la fuerza del manifiesto reside en su análisis y no en los remedios que ofrece. Para detrimento de la izquierda, nueva y vieja, los marxistas siempre han estado hipnotizados por el aspecto afirmativo y utópico del trabajo de sus padres fundadores. Los desastrosos resultados son, por ahora, el único hecho cierto. Siempre he creído que la fuerza del marxismo reside en su implacable negatividad, en su criticismo radical del statu quo, y que esta capacidad es una herramienta indispensable todavía. Como profeta "del reino de la libertad", Marx comparte el destino de muchos otros pensadores utópicos. Como artista de la demolición, no ha sido superado. Lo que Walter Benjamin describió como "el carácter destructivo" puede no ser del gusto de la gente que prefiere el confort a la razón: pero todo el que quiera comprender el mundo en el que habita no puede prescindir de "l'artiste demolisseur".
Es ésta una frase acuñada por Baudelaire, quien fue, como Whitman, contemporáneo de Marx y Engels. Todos estos nombres sugieren otra razón para comprender la actual fascinación que provoca el manifiesto: muchas de sus páginas son auténtica poesía. La grandeza y la miseria del siglo XIX difícilmente podrían expresarse con más fuerza, y mientras la mayoría de las obras teóricas del pasado -por no mencionar los manifiestos estridentes en las vanguardias- son ahora letra muerta, las vibrantes sentencias de Marx y Engels continuarán sorprendiendo e iluminando el siglo XXI.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.