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Visita a Aguateca

Antonio Elorza

El acceso a las ruinas mayas de Aguateca, en la selva del Petén, desemboca como último obstáculo en un estrecho corredor que primero se hunde 40 metros, siguiendo una falla natural, para ascender luego a una explanada desde la que un camino llano conduce al centro ceremonial. Al final de la subida de la falla, casi cerrando el paso, se encontraban dos hombres con el machete desenvainado, a quienes había visto al entrar en el sitio, junto a la caseta de los guardas. "Han venido para protegernos", supuse al llegar a su altura, mientras el resto del pequeño grupo seguía muy atrás. Cuando poco tiempo después vinieron corriendo los guardianes en su busca, con los machetes también al aire, pensé que fue la dislocación del grupo lo que nos evitó un mal trago, pues el ataque a unos hubiera desencadenado la petición de ayuda de otros. Habían pedido permiso para ir a pescar al río, momento en que les vimos por primera vez y que creó el error de apreciación, para luego escurrirse hacia la falla donde nos esperaron. En el curso del breve encuentro con ellos, la ignorancia me llevó a bromear. "¿Los llevan para rasurarse?", les pregunté, apuntando con mi garrota a los machetes. Sin respuesta.Poco después, al examinar las estelas caídas de los gobernantes mayas, pudimos comprobar que no sólo eran los turistas quienes experimentaban un cierto riesgo en Aguateca. En el curso de esta década, los laterales de la estela del Kil Bahlum, donde se hallaban los jeroglíficos explicativos de su reinado, han sido serrados uno tras otro y robados en helicóptero, y de otra estela quedan sólo los restos. Con sólo sus machetes y sin teléfono, los guardianes carecen de toda posibilidad de oposición a un expolio que usa armas y transportes modernos. El guía nos contó que de otro centro se habían llevado una estela entera con una grúa que luego abandonaron. Triste contrapunto de la restauración del espléndido Templo V en Tikal.

Los hombres y las piedras se convierten así en emblemas de una situación de violencia que no ha cesado en el país, a pesar del acuerdo de paz firmado entre el Gobierno y la organización guerrillera a finales de 1996. Al celebrar el 29 de diciembre en la plaza Central de Ciudad de Guatemala el aniversario del convenio, la expectación dominaba claramente sobre el entusiasmo entre los grupos de ciudadanos que esperaban el tañido de las campanas de la catedral. Un grupo musical interpretaba en el otro lado de la plaza canciones reivindicativas y la representante de una ONG recogía los pensamientos libremente expresados sobre el año de paz. Pero el presidente Arzú no estaba allí. Había ido a una conocida localidad de las tierras altas, Chichicastenango, desde donde celebró la paulatina entrada de los guerrilleros en la vida política legal. Un par de días más tarde, grupos paramilitares se apoderaban de la alcaldía de esa misma ciudad y pronto secuestraban a un concejal de la oposición y a su hijo.

Fue un signo entre otros muchos de que la lucha armada ha sido reemplazada por el paso a las actividades delictivas de quienes tenían las armas, convertidos ahora en plagiarios (autores de secuestros), atracadores o simples bandidos. Al día siguiente, se descubrió que jefes militares controlan la cocaína en el Quiché, en las tierras altas. Zonas peligrosas, según la prensa, a mediados de enero: el centro de la capital, la prestigiosa Antigua y sus volcanes, los alrededores del lago Atitlán, el sitio maya de Quiriguá, los del Petén, Livingstone sobre el Atlántico, también zona de droga. ¿Qué queda fuera? No en vano los Gobiernos de Estados Unidos y el Reino Unido desaconsejan desde diciembre a sus ciudadanos la visita al país. La guerra ha terminado, renace la esperanza, a favor de una gestión económica positiva, pero la violencia sigue bajo otras formas, al permanecer las causas que la originaron.

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Así que ni con décadas de represión genocida sobre el pueblo ni con la frágil paz reencontrada han podido bajar las ametralladoras de las azoteas, según la gráfica expresión acuñada en su día por el golpista Ríos Montt. La minoría opulenta reside atrincherada y se desplaza de un fortín a otro, los indígenas no han abandonado el fondo de la sociedad, aunque ahora confíen en obtener mejoras legislativas, y en medio del abismo que los separa, permanecen sociológicamente los ladinos, los nativos españolizados y, como práctica social, la aludida violencia.

El caso de Guatemala, que fue la república bananera por antonomasia, con la espiral trágica iniciada desde que la CIA, en los años cincuenta, depusiera al presidente reformador Arbenz, explica la supervivencia del mito castrista. Todos los ingredientes de otra pervivencia, la de una humillante subordinación de los pobladores indígenas, se reúnen en el antiguo territorio maya para mostrar que por parte de los grupos dominantes, herederos de los conquistadores, no ha habido otra concesión que la realizada en su día a Estados Unidos y a la United Fruit. Con los ladinos como correa de transmisión del poder, los indígenas han sufrido una variante tras otra de sobreexplotación, tal y como reseñan puntualmente las historias del país y con vivacidad excepcional las memorias de Rigoberta Menchú. Y cuando empezaron a organizarse para defender sus intereses, llegaron las oleadas de represión, cada vez más intensas, con el respaldo de Washington. Conquistadores, caudillos, agentes de los intereses económicos y políticos norteamericanos, jefes militares dispuestos a servirse en beneficio propio del Estado y a ejercer el terror integran una cadena de responsables históricos, causantes al fin de una guerra civil que duró, 36 años. Una comisión intenta esclarecer los crímenes cometidos; el Ejército no colabora.

Desde el principio la población indígena dio pruebas de su capacidad de lucha por la supervivencia. Tras la conquista, aprovecharon las cofradías cristianas para rehacer su propio orden social, le dieron la vuelta a los fenómenos de sincretismo que siguieron a la cristianización para conservar sus creencias, incluso algunos de sus dioses, los Pascual Abaj y "maximones", cuyo ritual ejecutan los chuchkajaus, y sobre todo, según nos relata Rigoberta, la cosmovisión tradicional en las relaciones entre el individuo, el grupo y la naturaleza. De ahí sacaron fuerza para sus luchas, las cuales desde los años sesenta combinaron la resistencia comunitaria y laboral con la acción guerrillera. La tierra quedó empapada de sangre, pero no han podido exterminarles. Resistieron en Guatemala como lo han hecho en Chiapas.

Así las cosas, la solución no puede residir sólo ni en las elecciones, ni en la actual tregua. Ambas son necesarias, pero lo esencial es acabar de una vez con la subordinación de las poblaciones indígenas. Y nada indica que exista voluntad de afrontar esa integración desde la diferencia, ni en Guatemala ni en México. La presión habrá de seguir, pues,bajo una u otra forma. Entretanto, los visitantes, portadores involuntarios de la ideología blanca, deberán entender por qué les acechan riesgos en Aguateca, Quiriguá o los volcanes de Antigua. Lo que necesita Guatemala, y otros países de Latinoamérica, son oenegés como los españolesque en septiembre pasado denunciaron los muertos registrados en la expulsión de campesinos de Sayaxché, en el Petén. En una palabra, solidaridad activa.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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