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Francia pone freno a los inmigrantes

Ochenta mil indocumentados deberán regresar a sus países cuando expire el plazo dado por el Gobierno de Jospin

Las escenas que muestran a los inmigrantes clandestinos en la antesala de su definitiva expulsión de Francia, agrupados bajo vigilancia policial en dudosos hoteles de aeropuertos y estaciones de ferrocarril, va a verse multiplicada, así como los vuelos que devuelven a estas gentes a Malí, Senegal, Camerún o Marruecos, preferentemente. Ochenta mil sans papiers (indocumentados) instalados ilegalmente en Francia tendrán que volver forzosamente a sus países de origen en los próximos meses, cuando se acabe el plazo que la Administración ha dado a los ilegales para clarificar su futuro.Son sólo una parte, la punta del iceberg, de esa población fantasma formada por un número indeterminado de personas, varios cientos de miles en todo caso, que vive clandestinamente, sin permisos, sin trabajo reconocido, sin derechos, bajo el temor permanente a la detención y a la expulsión.

Muy lejos todavía de haber conseguido integrar a los tres millones de inmigrantes legalmente asentados, la sociedad francesa, expresión ella misma del encuentro y el cruce a lo largo de la historia de toda suerte de corrientes migratorias, se declara hoy incapaz de digerir las nuevas oleadas procedentes del Magreb, del resto de África, de los países asiáticos y del Este europeo. La tierra prometida de los derechos sociales no soporta ya material ni anímicamente este fenómeno incesante llamado a explotar en las próximas décadas como resultado del progresivo aumento de las diferencias entre el Norte y el Sur, entre los países ricos y los países pobres.

Los enemigos de Le Pen

El paro, los costes sociales, la delincuencia en los suburbios, el asentamiento de comunidades islas situadas al margen de la sociedad francesa, alimentan el discurso xenófobo incendiario del que participan los 4,5 millones de votantes del Frente Nacional y buena parte de la derecha democrática. Paradójicamente, la falacia de que las inmigraciones anteriores, de italianos y españoles, por ejemplo, se integraron sin problemas debido a sus raíces cristianas es hoy defendida ardorosamente, en rechazo a las nuevos inmigrantes, por diputados y políticos que llevan en sus apellidos, alguno español, la prueba de su origen.Tras haber aprobado con bastante mala conciencia una ley restrictiva, insuficientemente restrictiva a ojos de la oposición, la izquierda en el poder trata de humanizar la política de inmigración e incorporar a esa política los programas de codesarrollo. Los clandestinos no serán devueltos a sus países. con los bolsillos vacíos porque el Gobierno francés entregará a cada uno de ellos 4.500 francos (112.500 pesetas), así como 900 francos más por cada hijo.

Lionel Jospin, lo ha dicho él mismo en el Parlamento de Bamako, no quiere pasar a la historia como otro más de los gobernantes franceses que devuelven a los inmigrantes esposados. "Entrar en un país de manera irregular no es un delito ni un crimen", ha dicho en la capital de Malí y repetido en París para escándalo de los diputados más xenófobos. "Los que entren en Francia de manera irregular van a ser devueltos a sus países, pero tengan la seguridad", ha proclamado el primer ministro en Bamako, "que, al menos con mi Gobierno, los inmigrantes clandestinos no vendrán esposados ni narcotizados".

En todo caso, la conclusión a la que parece haber llegado el Gobierno francés es que por mucho que se sellen las fronteras exteriores, por altos que se levanten los muros de esa Europa fortaleza, por muchas medidas administrativas draconianas que se fijen, aun a riesgo de deshacer los valores republicanos, el flujo de los inmigrantes ilegales va a continuar inevitablemente en los años y décadas venideros. "Todos los tratados del mundo no impedirán a los turcos o kurdos querer instalarse en Alemania, a los magrebíes elegir Francia, a los paquistaníes, hindúes o jamaicanos dirigirse al Reino Unido", ha enfatizado en la Asamblea el. ministro de Interior, Jean-Pierre Chevénement.

Pese a que los reclusos inmigrantes componen la mitad de la población carcelaria en no pocas prisiones francesas, pese a que muchos de ellos viven en condiciones bien distintas a las que imaginan sus compatriotas, pese a que hay familias en Francia que ocupan en régimen de alquiler el pasillo de una vivienda, no hay nada que parezca desanimar a esas masas que huyen de los círculos de la miseria y las guerras.

El papel de los medios de comunicación, cuyos mensajes publicitarios son muchas veces interpretados en su literalidad, actúan en el exterior de las fronteras europeas como señuelo de un pretendido mundo feliz, paradigma del bienestar. Con todo, lo que preocupa seriamente al Gobierno francés es la extensión y asentamiento progresivos de las multinacionales de la inmigración ilegal, que hacen del tráfico de personas el primero de sus negocios.

Como alternativa a los 150.000 francos (3,75 millones de pesetas) del precio del traslado a Francia, una cifra imposible para la gran mayoría de los clandestinos, las redes de inmigración obligan a sus víctimas a satisfacer esa suma por medio del trabajo en el país de destino. Así, estas gentes quedan sometidas a la tutela de los traficantes, obligadas a trabajar gratis durante largos periodos, explotadas en un régimen de semiesclavitud o condenadas a la prostitución.

La calle está prohibida para estos indocumentados, que, tras quemar sus verdaderos documentos de identidad, pasan incluso un año entero sin ver prácticamente la luz del sol hasta que consiguen ganarse una falsa identidad, falsos permisos de residencia y trabajo. En París y otras capitales francesas, los chistes sobre la casi inexistente mortandad entre, por ejemplo, la población asiática de deteminados barrios apenas despierta ya la sonrisa. Es un hecho admitido que, pese a la capacidad de control del Estado francés, pese a su pesada burocracia administrativa, nadie sabe muy bien quiénes pueblan verdaderamente determinados espacios urbanos.

Compromiso, socialista

El compromiso del Gobierno socialista de regularizar la situación de una parte de los sans papiers ha hecho aflorar unos 170.000 nombres, pero otros muchos han optado por permanecer en la clandestinidad. Según Jean-Pierre Chevénement, la mitad de los solicitantes verán regularizada su situación y el resto tendrá que abandonar Francia. Herméticas ante la Administración, pero siempre discretas, escasamente conflictivas, las comunidades asiáticas parecen haber desoído la invitación a confesarse ante la Administración.Francia, ciertamente, lo ha intentado casi todo. Los folletos que dan cuenta de los 4.500 francos de ayuda al retorno y del compromiso gubernamental de ofrecer ayuda administrativa y psicológica han sido repartidos profusamente en francés, inglés, árabe y turco. "No funcionará", aseguran las asociaciones de ayuda a la emigración, "la gente no quiere volver, prefiere quedarse y jugársela".

Sea cual sea su grado de eficacia, el Gobierno de París sabe que el efecto será inevitablemente limitado. Surge así la idea, incorporada recientemente a la política gubernamental francesa, de hacer que la inmigración legalmente asentada participe en los proyectos de ayuda al desarrollo económico y la estabilización poblacional de sus países de origen.

Frente a la idea de la Europa fortaleza, que coloca en la clandestinidad a gran parte de los nuevos inmigrantes, que disuade a aquellos que regresarían a sus países si luego pudieran volver a Francia, el proyecto introduce el concepto de movilidad circular y busca comprometer a los países de emigración en el control flexible de los flujos a cambio de las ayudas al desarrollo, de garantizar el regreso de los estudiantes que se forman en Francia. Francia quiere comprometer en la tarea del codesarrollo a toda la Unión Europea.

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