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48º FESTIVAL DE BERLÍN

Neil Jordan y Alejandro Amenábar arrancan las primeras ovaciones unánimes en esta Berlinale

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ENVIADO ESPECIAL El irlandés Neil Jordan -con la magnífica y perturbadora The butcher boy- elevó ayer el concurso a la altura que lo puso la noche inaugural su paisano Jim Sheridan con The boxer, y el español Alejandro Amenábar alborotó con Abre los ojos el hasta ahora rincón cinéfilo del Panorama. En las dos salas, llenas hasta los topes, sonaron las ovaciones más unánimes que se han oído hasta ahora en esta Berlinale. Jim Sheridan, que sigue aquí se coló a ver la película española, salió de verla con gesto perplejo y dijo: "He oído a muchos colegas poner por las nubes a este director principiante, pero se han quedado cortos. Aunque está aprendiendo, es ya el mejor".

Desde que Neil Jordan dejó su estéril enrolamiento en la producción convencional de Hollywood y, después de hacer allí varias películas bien resueltas pero insustanciales, retrocedió a los hilos de sus comienzos en Irlanda, recuperó plenamente la capacidad de enganche de su estilo y de su mirada al rostro de la gente. En The butcher boy logra convertir las dos horas de la película en un momento de gran cine, extraído por el guionista Patrick McCabe de su propia novela.Es un relato duro, muy duro, terrible y amargo, y en la zona final incluso aterrador. Perturba verlo, porque concierne y envuelve, porque está filmado con maestría e interpretado con absoluta convicción y porque la imagen que Jordan busca y logra de su país y de su gente, al no aceptar ninguna componenda, respira dolor y sinceridad. En las antípodas de la idílica Irlanda rural soñada por John Ford en el poema de El hombre tranquilo, Jordan extrae de los pueblos de aquellas verdes colinas, paredes adentro, sangre negra, algo inquietante que se acerca a veces a un sangriento esperpento y otras al dibujo casi documental de un pudridero humano colectivo.

Un mundo irrespirable

Estamos dentro de un mundo irrespirable, de atmósferas viciadas por formas de relación y de dominio gobernadas por el látigo moral y la locura de un desorden cuyo mantenimiento tiene como gendarme al clero católico, una despiadada policía del espíritu que, de pronto, topa con una fuerza de la naturaleza, un niño de 12 años, hijo de un alcohólico y de una demente suicida, en el que la irreverencia, el estado de sublevación perpetua y el empeño irrefrenable de poner patas arriba el equilibrio de todo lo que le rodea no conoce límites. Y el choque entre el pequeño carnicero y la sociedad que le cerca se adivina o se teme, pero nunca se ve venir, pues Jordan hace un trabajo de cineasta solvente y en plena madurez.Alejandro Amenábar también ha vuelto donde comenzó. Se estrenó aquí mismo, en el Panorama de hace dos años, desde donde su Tesis saltó a las pantallas de todo el mundo. Aquel debutante de 23 años, con instinto de respuesta rápida, salió catapultado a la celebridad tras un coloquio casi confidencial que mantuvo con unas docenas de personas ante las pantallas del viejo Ateliar, después de la proyección de su película. Pero dos años después, ayer, el marco y los números cambiaron de signo. La atestada proyección de Abre los ojos tuvo lugar en el Royal Palast y el diálogo amistoso de entonces se convirtió en un encuentro formal con más de un centenar de informadores en el Salón Intercontinental, que acabó entrada la madrugada y dejó detrás la imagen de un hombre que ha recorrido velozmente el alambre sobre el vacío que separa el instinto del oficio y se expresa con aplomo y agilidad, con concisión y sin irse por las ramas.

Contó Amenábar con las palabras indispensables aspectos del torbellino del éxito en que se ha metido, y lo hizo sin dejar la menor impresión de engreimiento, lo que, de ser real y no fingido, es un rasgo de carácter y una fuerza fría de autodominio que mantiene la esperanza de que su conciencia de aprendizaje continúa alertada. Por ejemplo, cuando se le preguntó por una afirmación suya de que, en la película Vértigo, Hitchcock comete un error al desvelar el secreto de la intriga a mitad de película (cuando este error es en realidad un supremo acierto), Amenábar dio la vuelta a la tortilla con una astucia notable: "Ya sé que es una herejía", dijo, "pero es lo que pienso: yo habría desvelado el enigma al final".

La sagacidad de Amenábar consiste en calificar a una idea escolástica completamente ortodoxa (la suya) de herejía, cuando la verdadera herejía es la de Hitchcock, al vulnerar el axioma sacramental del cine convencional de misterio. Y con esta astuta inversión Amenábar disfraza su error de audacia, hace pasar un juicio conservador por un juicio intrépido, lo que improvisado ante una masa de informadores hay que tomarlo como un refinado ejercicio espontáneo de puesta en escena, además de un indicio de que su oficio está (aunque el simulador haga ponerse en peligro al inventor de ficciones) en plena forma.

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