Ascensión de Alberto
Ahora que me siento ante el ordenador para amontonar unas líneas que expresen el dolor que me causa el cobarde asesinato de Alberto y Ascen, me supura el prurito que me asalta cada vez que inicio un artículo: quiero construir frases persuasivas, elegir con cuidado las palabras e imaginar la mirada de los lectores.Me repugna saber que un terrorista procede así también, maquinando crímenes cada vez más fulminantes, escogiendo el mejor lugar para sus emboscadas y despreciando los ojos perplejos de sus víctimas. Asesinar a alguien a sangre fría requiere la misma premeditación, los mismos desvelos, la misma elaboración concienzuda de una columna impecable.
Tengo que decir todo esto para hacer hincapié en la abyección y crueldad de esas alimañas y para exigir la misma contundencia y precisión por parte de la justicia. Aquí en Sevilla mis amigos son mi familia, y Alberto y Ascen me regalaron su amistad desde el primer momento en que les conocí.
Más de una vez, mientras nuestros hijos jugaban, les conté cómo era mi vida en Lima durante los peores años del terrorismo senderista, sin suponer que algún día el terrorismo de ETA acabaría con las suyas en el portal donde retozaban los niños. Sus verdugos no les han asesinado por lo que representaban políticamente, sino por lo que eran realmente: ciudadanos pacíficos, padres ejemplares y personas maravillosas, imprescindibles. Por eso les eligieron. Siempre me sorprendía cómo se las ingeniaban para tener tiempo para todo: para trabajar cada uno en lo suyo, para estar con sus hijos y para salir juntos una vez por semana. No podía ser de otro modo: sus nombres estaban escritos en la misma bala como una alianza mortal. Ni la muerte les separó. Ascen, Alberto, ustedes tendrían que estar aquí con los niños y yo no debería estar escribiendo esta despedida tan triste, con líneas tan rotas como lágrimas.
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