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El derecho a morir

La muerte de Ramón Sampedro ha relanzado en España el debate sobre la eutanasia, un problema ético-jurídico cada vez más presente en la opinión pública. En El derecho a morir (Tusquets, 1989), Derek Humphry y Ann Wickett trazan la cambiante historia de la tolerancia social hacia los homicidios piadosos, la muerte voluntaria y la asistencia al suicidio; ese esclarecedor e informado libro también analiza las contradictorias consecuencias de los recientes avances médico-tecnológicos que permiten mantener artificialmente con vida durante años a enfermos terminales inconscientes, sedados o víctimas de terribles dolores.El temor a que las prácticas eutanásicas puedan ser aplicadas a objetivos ajenos a la consecución de una buena muerte o una muerte digna -por decisión voluntaria o por motivos humanitarios para los casos no voluntarios- refuerza la postura de quienes exigen la urgente regulación legal de esa delicada materia. El recuerdo de la criminal política eugenésica hitleriana no es el único argumento que despierta los recelos hacia la eutanasia; sobre el trasfondo del progresivo envejecimiento de la población en las sociedades industriales y el incremento de las demencias degenerativas en los ancianos, una maliciosa manipulación de las prácticas eutanásicas podría servir de coartada a simples asesinatos. Sin embargo, buena parte de los participantes en el debate en torno a la muerte digna tienen opiniones muy semejantes acerca del valor de la vida humana y sólo discrepan -como ha señalado Ronald Dworkinsobre la manera de interpretar y respetar ese principio; es evidente que los canallas dispuestos a desembarazarse de sus familiares ancianos o enfermos no tienen cabida en una discusión reservada a personas moralmente compasivas.

Sean cuales sean las fronteras de la polémica, el suicidio asistido de Ramón Sampedro constituye un caso límite; en un artículo publicado en la revista Claves de razón práctica (número 74, julio-agosto de 1997), Elías Pérez Sánchez resumía la dramática biografía de este marino mercante que navegó por los océanos antes de sufrir -a los 25 años dé edad- el accidente que le inmovilizó todo el cuerpo excepto la cabeza. Imposibilitado por la tetraplejía para darse muerte sin la ayuda de otra persona, Ramón Sampedro defendió su derecho a morir dignamente en un libro conmovedor (Cartas desde el infierno, Planeta, 1996); su petición de autorización judicial para no verse forzado a ingerir alimentos por vía arficial y para que su médico de cabecera pudiera recetarle fármacos sin incurrir en un delito de ayuda al suicidio fue rechazada por dos juzgados de primera instancia (Barcelona y Noya), dos audiencias provinciales (Barcelona y A Coruña) y el Constitucional.

En este siniestro juego de vida insoportable y de muerte digna, los dados legales siguen cargados en contra de las víctimas del dolor: si el antiguo Código castigaba la ayuda al suicidio hasta con 20 años de prisión, el pomposamente denominado Código Penal de la democracia se limita a rebajar las sanciones y a mantener el tipo delictivo aunque exista una "petición expresa, seria e inequívoca" del suicida y "la víctima sufriera una enfermedad grave que condujera necesariamente a la muerte o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar". Cuando la autopsia del cadáver reveló la existencia de cianuro, Ramona Maneiro -una abnegada amiga de Ramón Sampedro- fue detenida por la Guardia Civil para ser luego liberada por falta de pruebas: cabe esperar que la justicia ponga fin a esa pesadilla inquisitorial mediante la aplicación a los sospechosos de una evidente causa de exención de la responsabilidad criminal. Al Parlamento le corresponde ahora la tarea de establecer las necesarias cautelas procesales (dictámenes médicos, testigos imparciales, documentación fehaciente) que permitan despenalizar la eutanasia sin correr el riesgo de una desviada utilización de sus técnicas para propósitos criminales.

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