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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La mano amiga

EL PASADO miércoles fue detenida Ramona Maneiro, la amiga del tetrapléjico gallego Ramón Sampedro, que falleció hace dos semanas tras años de solicitar que se le aplicase la eutanasia. La investigación abierta indica que Sampedro falleció por ingestión de sales de cianuro, y que probablemente varias personas le ayudaron a cumplir su deseo. Tras prestar declaración, la mujer fue puesta en libertad por la juez instructora. Hay en toda esta historia un intenso drama humano. Alguien que por amor ayuda a morir a la persona amada merece ante todo el respeto de sus prójimos. Porque en esa contradicción insuperable se condensa lo más trágico de la condición humana.El Código Penal castiga la ayuda al suicidio en casos de graves padecimientos con una pena de hasta seis años de prisión, aunque prevé atenuantes que pueden rebajar la condena a seis meses. Entre esas dos cifras se sitúa el horizonte punitivo que deberá afrontar quien sea acusado de haber ayudado a Ramón Sampedro a morir. Eso en el supuesto de que llegue a averiguarse quién le suministró el cianuro que puso fin a su vida y se demuestre que su colaboración resultó necesaria para la muerte. Todo parece indicar que Ramón Sampedro planeó minuciosamente ese último acto de libertad.

En un Estado de derecho, las leyes deben cumplirse. Pero, como ha ocurrido tantas veces en la historia, las leyes van con frecuencia por detrás de la realidad social. La desobediencia civil es una forma legítima de luchar por el cambio de las leyes, siempre que se acepten las eventuales consecuencias penales de tal actuación. La justicia, por tanto, debe actuar. Pero sería estar ciego ignorar las peculiaridades de este caso. Y, de cualquier forma, si la ciega justicia concluyera condenando a alguien por haber ayudado a Ramón Sampedro a morir, el indulto debería ser inmediato, solicitado por el propio tribunal.

El que numerosas personas hayan anunciado ya su deseo de autoinculparse en cuanto se señale formalmente a un posible culpable confirma esa condición de revulsivo que Sampedro quiso dar al último acto de su lucha por el derecho a decidir. Ya ocurrió antes con otras normas manifiestamente desfasadas, desde aquel yo también soy adúltera con el que muchas mujeres se presentaron ante el juez cuando todavía estaba penado en España el adulterio, hasta los procesos por deserción que hubieron de soportar muchos jóvenes antes de que fuera reconocida la objeción de conciencia.

Pero el proceso debe servir también para plantear un debate en profundidad sobre la conveniencia de despenalizar la eutanasia en determinadas circunstancias y bajo garantías tasadas. Se trata de reconocer el derecho a recibir ayuda para poner fin a la vida, con todas las cautelasnecesarias para garantizar que esa decisión es absolutamente libre. No cabe ninguna duda de que Ramón Sampedro quería morir y que su decisión era el resultado de una lúcida y profunda convicción personal. Como en el debate sobre el aborto, no se trata aquí de enjuiciar si su vida merecía o no ser vivida, porque eso es algo que sólo cada uno puede decidir.

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