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La escenografía del Euro

Ni con los más tenebrosos temores del año 1000 había cuajado un portento como el que estamos presenciando: el euro, a punto de ingresar en el reino vegetal, respira de nuevo y parece dispuesto a imponerse en su día como moneda única europea. Asomó de nuevo -ya incluso diseñado con cuño, cara y cruz- para que se le pueda agradecer la reconversión de gobernantes tradicionalmente despilfarradores en partidarios de la disciplina fiscal y vigilantes de toda tentación inflacionaria. Claro está que hacía falta un nuevo elemento de picaresca comunitaria: ahí está la contabilidad creativa, otro de esos prodigiosos eufemismos que Bruselas genera, como la subsidiariedad o las cláusulas optativas.Respecto a la implantación del euro, para quienes pensamos que -como decía D'Ors- los experimentos deben hacerse con gaseosa, son más las incógnitas que las certidumbres, y aunque es de esperar una mayor matización en la estrategia gradualista de unificación monetaria, con flexibilidad en los plazos y fases, la plenitud efectiva del Banco Central Europeo puede ser un choque enorme. La locomotora parece estar calentando motores y los pasajeros van acomodándose en los vagones sin dar demasiada importancia a la evidencia de que la unión monetaria no solucionará problemas estructurales de la Unión Europea como el rígido mercado de trabajo -origen del paro tan elevado- o las disfunciones del Estado de bienestar.

Por hablar en términos analógicos, vivimos una situación genérica en la que el euro, más allá de su virtualidad operativa y de las potencialidades de naturaleza monetaria, ha alcanzado la categoría o estadio de numinoso, el mysterium tremendum del que sólo se puede dar una idea por el peculiar reflejo sentimental que provoca en el ánimo. Eso ocurre, por ejemplo, con el reparto de papeles y la escenografía ideados para que nacionalistas vascos y catalanes puedan apoyar al Gobierno del Partido Popular, del mismo modo que el Gobierno del Partido Popular justifica todas sus iniciativas económicas -hasta ahora, con cierta fortuna- con la perspectiva de no perder el convoy del euro. Todo se ha hecho en pro de la integración económica de España en la Europa de Maastricht: eso, dicen, justifica cualquier sacrificio político. "No podríamos haceranos responsables del fracaso de la incorporación de España a la unión monetaria", argumentan los líderes nacionalistas para justificar ante sus electorados la colaboración parlamentaria con el Partido Popular. Es, al mismo tiempo, una forma manifiesta de proclamarse más europeístas que nadie y europeizadores de la otra España.

Así nadie podría demostrar un europeísmo superior al de los, nacionalistas vascos y catalanes. Por otra parte, el desguace de las soberanías nacionales en términos de defensa, política monetaria y otros ámbitos les complace mucho. Lo que intentaron arrebatarle al Estado y no lo consiguieron del todo ahora queda en manos de Bruselas. Lo que importa es que no esté en Madrid. Es una paradoja más bien propia de la tosca perspectiva de la pintura naïf: consiste en haber argumentado mil veces a favor del autogobierno dada la lejanía del poder central y defender ahora que lo mejor es que se legisle, desde la remota Bruselas, sede de un poder cuyo control parlamentario es más bien incierto. Incluso después de la redistribución territorial de los poderes del Estado que significa la Constitución de 1978, se prefiere que sea Bruselas y no Madrid el lugar donde se traten los asuntos que tradicionalmente eran constitutivos de la soberanía.

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Corresponde a la parcela de las conjeturas inconfesables intentar concebir un escenario alternativo en el que, del mismo modo que el aleteo de un pájaro o el silbido de un turista pueden provocar un alud de nieve, la dinámica actual del euro sufriese un parón sustancial o un retroceso. Por una parte quedaría descalificado todo el andamiaje de los pactos de gobierno porque los nacionalistas se quedarían sin razón de bien público para sostener a una derecha que consideran altamente contaminada; por otra parte, el Gobierno tampoco podría seguir justificando ante parte de su electorado las hipotéticas concesiones a los nacionalistas, esa política de paños calientes ante la presunta voracidad periférica.

Ciertamente, es altamente higiénico que a un país mediano como España -en términos europeos- le salgan las cuentas y esté en la línea de salida de la unión monetaria, salga luego lo que salga. Algo distinto es pensar que la higiene no tenía por qué exigir un fervor místico ante el euro numinoso ni convertirse en la partitura única de aquellos personajes -PP, GU, PNV que iban en busca de un autor que justificase su pacto. Desde luego, hubiera sido más razonable y sencillo abrir un debate sobre los costes y beneficios del .euro, pero eso no es política o, al menos, no es la política que pueda hacerse hoy, tal vez porque algunos piensan que la política todavía consiste en vender ilusiones, a pesar de que las encuestas sobre el euro daban hace un mes un descenso hasta el 45% de la opinión española que está a favor. Puede deberse a un simple efecto de volatilidad o a la sedimentación de percepciones más realistas y menos numinosas: como no se cansa de repetir Juergen B. Donges, uno de los sabios de la economía alemana, el euro no va a crear más puestos de trabajo ni es la solución inmediata de los problemas económicos. Así pudiera llegar a quebrarse la consistencia de lo numinoso como propensión de ánimo, porque una cosa es el euro como conveniencia económica y otra como decorado político.

Valentí Puig es escritor, premio Josep Pla 1997.

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