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Tribuna
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La fatalidad de la violencia

Venimos de una tradición en la que el recurso a la violencia con el propósito de incidir en la política ha gozado de amplio prestigio. No hay que remontarse hasta el siglo XIX para encontrar los rastros de esa estima, que en el nuestro son abundantes; ni es, por lo demás, un prestigio privativo de los medios izquierdistas y obreros sino que atraviesa las barreras .ideológicas y de clase hasta impregnar toda la cultura política. Desde 1808, la violencia se ha tenido por progresistas y moderados, socialistas y católicos, anarquistas y fascistas, como una prenda de salvación: el nuevo mundo no alumbraría sin ríos de sangre fluyendo entre dolores de parto.Las culturas políticas son por fortuna mudables y lo que ayer resultaba fascinante se tiene hoy por vana retórica, si no por desvarío y locura. En nuestro siglo, Barcelona fue la rosa de fuego mientras el País Vasco, terminadas las guerras carlistas, raramente soportó una violencia similar. A la muerte de Franco, sin embargo, mientras en Cataluña ninguna organización terrorista pudo echar raíces, en Euskadi, ETA no sólo se perpetuó sino que logró conquistar en iglesias y plazas públicas el culto que se reserva a los mártires: sus muertos, aunque se hayan suicidado, se celebran como héroes nacionales. ¿Por qué esas trayectorias tan disimilares?

Por supuesto, ante tamaña cuestión, no hay una sola respuesta que valga; pero un hecho permite aventurar una hipótesis. El nacionalismo catalán rechazó desde el primer momento y de forma contundente parlamentar con los estrategas del terror. Jordi Pujol no careció de coraje, ni temió ser tildado de españolista, por mostrar sin titubeos, saliendo a la calle, de qué lado estaba cuando comenzaron a producirse actos de terrorismo en Cataluña. Bien es verdad que los nacionalistas catalanes intervinieron activamente en la elaboración de la Constitución, la votaron y han mantenido hacia ella una lealtad básica, fiando al tiempo y a la acción política la consecución de sus objetivos nacionales.

No ha sido así en Euskadi. El PNV ha cultivado desde 1978 un prejuicio de ilegitimidad respecto del Estado que le ha impedido situarse, desechando cualquier ambigüedad calculada, frente a las estrategias de terror surgidas en su propio suelo, a las que siempre se ha buscado una causa metahistórica, una especie de conflicto ancestral del que la violencia no sería sino un efecto derivado y necesario. Esta posición le ha llevado a tomar a ETA como una fatalidad: ETA está ahí, es un hecho, se dice, como señalando un fenómeno de la naturaleza. Y, sin duda, ETA está ahí. Tan está ahí que ha podido recurrir durante 30 años a un género de terror desconocido en nuestra historia sin miedo a perder el apoyo de un porcentaje nada desdeñable de la población vasca. No se necesitan demasiadas luces para entender que ése es, además un hecho de moral colectiva, un hecho político.

El callejón sin salida en que se meten quienes, tras recordar lo obvio, proponen una salida política imaginativa sin pillarse los dedos en explicar su contenido y dejan en segundo plano el hecho moral inextricablemente unido a las estrategias de terror, consiste en aceptar la fatalidad de la violencia y propugnar, en consecuencia, el tendido de puentes hacia sus artífices. Sabemos por experiencia que el desarme político y moral de los demócratas conduce a ceder la iniciativa a los totalitarios. La tragedia radica en que, a pesar de saberlo, la aceptación de la fatalidad de la violencia y los cálculos que cada cual -clero católico, dirigentes políticos, líderes sindicales, organizaciones real o sedicentemente pacifistas- se hace respecto a las ventajas a corto plazo que de ese fenómeno pueden obtener, bloquea desde hace años la posibilidad de una política única frente al terror. Por eso, formular con el año nuevo el augurio de un frente democrático contra el terrorismo suena inevitablemente a cuento de los Reyes Magos.

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