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Tribuna
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Un hombre del siglo

Llegó tarde Strehler al teatro, y la muerte le ha llegado tarde: después de que la vida le hubiera ex pulsado de ella, hace casi un año, y le hubiera quitado sus razones de existencia. Es mala la biografía de los hombres del siglo: la historia ha cortado a hachazos el tiempo, y con él, la vida de sus hijos. Metido dentro del juego del mundo en un puesto que, cuando se está realmente vivo, ha tenido contradicciones absolutas: desde creer que el teatro era un arma política hasta convertirlo en fábrica de ilusiones; desde empezar con fuerza y violencia defendiendo la primacía del director sobre el texto, y terminar pidiendo el respeto máximo. Fue súbdito del fascismo: nació en 1921, y el fascismo llegó a Italia en 1922: pero él era un judío de Ferrara, su propio apellido le denunciaba, y no podía aspirar a hacer demasiadas cosas. Le quedaba la gran ilusión de sus contemporáneos: el antifascismo clandestino. Hasta que comenzó a enfrentarse con los brillantes antifascistas a los que había venerado, como Bertolt Brecht, de quien había interpretado tantas obras. "Era un impostor", decía hace poco más de dos años un redactor de L'Unitá (comunista): "¿Como creer a quien ha dicho que el holocausto no ha existido nunca?". Personalmente, no tengo ningún conocimiento de que Brecht, y también judío, dijese semejante cosa. Pero ya Strehler llevaba su furia hasta la negación de la obra. No podía decir que su trabajo fue se malo, pero sí falso: "Todo lo escribió gracias a sus colaboradoras, a sus amantes. Incluso la famosa Opera de tres cuartos".Tuvo que esperar a que el fascismo acabara. Primero fue un teórico salido de la escuela de arte dramático (la de los Filodramatici), rabioso por el fascismo; pero quizá su apreciación excesiva del director de escena, del director de teatro, bebía algo del tiempo en que había estudiado y vivido: un cesarismo, un afán de conducir -duce-, que era en fin el adán de todos en época de hombres fundamentales: Stalin o Hitler, Churchill o Roosevelt. Hizo alguna pequeña dirección en teatros insignificantes; huyó a Suiza para no ser soldado, y allí montó una obra precisamente contra la tiranía, el Caligula de Camus. Cuando volvió, trabajó en Milán como crítico de teatro, como empresario o productor de espectáculos: y como actor. El momento decisivo: fundó el Piccolo Teatro di Milano en 1947, con Paolo Grassi. Esta vez, la historia estaba a su favor. Cuando estrenaba democracia, Italia fundó los teatri stabill a gestione pubblica. Descentralizó, creó los que muchos años más tarde se llamarían centros dramáticos en Francia, y luego en España. Italia, por el fascismo, llegaba tarde. Polonia, aún bajo el comunismo, había producido un gran teatro: un teatro, claro, de director, porque la censura agobiaba los textos, y hay que advertir aquí que la preeminencia de los directores tiene mucho que ver con la disminución de los textos: como en Moscú, como en los otros países comunistas. En Francia, en cambio, renacían los textos y se entregaban a ellos los pensadores, los filósofos -Sartre, Camus-; en Londres no había cambios y la innovación se hacía dentro de la tradición. España no existía.

Strehler, con su teatro, su pequeño esbozo de teatro, estrenó una obra de director -sobre los textos de Goldoni- y acertó directamente con ella: Arlequín, servidor de dos amos. Cincuenta años después se sigue representando de cuando en cuando, después de haber realizado seis versiones distintas. Encontró, sobre todo, actores capaces de hacer un Arlequín acróbata, burlón, cínico a la italiana, de voces cambiantes y risas dobles. Hizo más Goldonis, hizo Chéjov, y desde luego, a Brecht y su famosísima Opera, que ningún director de este siglo se ha resistido a montar. Ha hecho, creo, entre doscientas y trescientas puestas en escena.

Tuvo luego un paréntesis, en el que fundó una cooperativa de actores, Teatro y Acción, donde seguía manteniendo una lucha civil. El paréntesis no había sido voluntario: en 1968 no sólo hubo revolución intelectual en Francia, sino también en Italia... Cuando volvió al Piccolo, en 1972, había ya abandonado ese pensamiento de la lucha desde el escenario, y se dedicó al "teatro de arte", como dijo. Creo que por entonces fue cuando le vi por primera vez en su sede. Un día en que pasé por Milán y daban La tempestad, de Shakespeare: había que luchar por conseguir las entradas, y mi condición de crítico me valió poder entrar, hacia la lejanía de un último piso. Strehler había hecho un montaje sencillo y bello: como siempre, creaba la atmósfera en el escenario, lo vestía con las luces que había descubierto (hasta su época se usaban con más dureza, más directamente sobre el rostro y el gesto, como pasaba en los Arlequines; fue él quien vistió de luz y dio aire visible a los escenarios). Había visto a Strehler ya en París, en una Locandiera -Goldoni- para la que había diseñado los decorados Luchino Visconti. Luego, en Madrid, donde ha venido varias veces la compañía del Piceolo. Con Arlequín, desde luego.

Ya era este director de escena el más importante de Europa. Quizá a algunos nos podría gustar más, qué sé yo, Peter Brook, o Cantor, inventor del teatro de la muerte, maestro también de luces y sombras. Y de sonidos, y palabras reales, con palabras imaginarias. Era todavía, cuando le vi en Caracas, un teatro bajo la censura, y en el balbuceo de lo que no se podía decir se estaba notando. Pero ésa es otra cuestión. Sin duda, Strebler mereció ser director del Teatro de Europa en París, y convertir su compañía del Piecolo, con los actores ya moldeados por su escuela, en la Compañía del Teatro de Europa.

Luego iría a dirigirlo uno de sus eminentes discípulos: Lluís Pasqual, que había fundado ya en Cataluña, sobre las enseñanzas de Strehler, el Lliure. La influencia de Strehler en España ha sido grande: no solo Pasqual, sino Narros y otros, que procedían de una escuela diferente -del Actor's Studio-, le siguieron y le admiraron. Más, como siempre, una inflación de pequeños menesterosos que querían dirigir y creían que les bastaba con imitar a Strehler. Entre todos ellos, con buenas y pequeñas intenciones, han ayudado a limpiar y hacer más pulcra la escena española. Lo que hayan podido hacer en la disminución del papel del autor y del actor, por el imperio de la dictadura, les va siendo también demandado.

Pero ese tiempo se acabó. Estaba suficientemente bien: cuarenta años de buen teatro, una capacidad de descubrimiento del siglo XVII -no sólo Goldoni, sino también Rossini, o Cimarrosa, y desde luego Mozart, en el Teatro alla Scala; también con Visconti a su lado-, no es algo de lo que se pueda nadie quejar. Pero hace un par de años hubo en Italia otra caricatura de revolución, la de las manos limpias o la de la lucha de la "verdadera democracia" -es una revolución que se produce frecuentemente en todo el mundo, lo cual quiere decir que frecuentemente las democracias se falsifican- descubrió las tramas de Tangentópolis, como dicen ellos: el país de debajo, donde se roba y se dirige desde la sombra. Se le acusó de malversación; y de algo de drogas. Probablemente, estos grandes ciudadanos son descuidados en sus cuentas; en cuanto a las drogas, son totalmente frecuentes en las artes de este tiempo. En junio de 1996 tomó Strehler la iniciativa y denunció al Gobierno por falta de interés en el apoyo al teatro, por retirada del dinero, por estrechez en las cuentas. Presentó su dimisión. "Ha sido", decía, "una toma de posición violenta para crear un shock, para llamar la atención acerca de la crisis del teatro". No tardó el Gobierno en encontrar un brillantísimo sucesor: Jack Lang, que había sido ministro. de Cultura en el Gobierno francés, después de haber trabajado con enorme trascendencia en los centros dramáticos franceses, a pesar de que él declaró que no podría dedicar más de unos meses al Piccolo. Y él, quien dijo lo grande que había sido Strehler mientras lo proclamaban todos los sectores del teatro italiano. Y del mundial. Pero eran ya despedidas. La muerte ha tardado no más de diez meses en alcanzar a quien ya no era más que un anciano olvidado, resentido, burlón. No pudo alcanzar el cincuentenario de la fundación como él quería. El corazón ha tardado en pararse un poco más de lo que la historia le exigía.

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