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Sobre el modelo de Estado

Cuando Antonio Muñoz Molina publicó en estas mismas páginas su importante artículo La historia y el olvido no sé si cayó en la cuenta de que, después de los referendos sobre la autonomía de Escocia y Gales en Gran Bretaña, el único gran Estado que, mantiene todavía una estructura centralista en la Unión Europea es Francia. En Italia están preparando una gran reforma de carácter federal, parecida a la de nuestro Estado de las autonomías; en Portugal hay una importante discusión sobre la regionalización, y, en general, puede decirse que el complejo avance hacia la Unión Europea va acompañado en todas partes de una tendencia a la descentralización política y administrativa y de un fortalecimiento del papel de las regiones y las ciudades. Lo digo porque en el citado artículo habla de la "colosal chapuza del llamado Estado de las autonomías" y considera que el modelo aceptable habría sido restaurar los estatutos de autonomía de Cataluña, el País Vasco y Galicia, pero no cometer el disparate de generalizar las autonomías en el resto de España.Éste es un tema importante porque las gentes que nos consideramos de izquierda no nos lanzamos alegremente -como también afirma Muñoz Molina- a identificar el nacionalismo con el progresismo ni a proclamar que la idea y el nombre de España eran únicamente una invención de la derecha franquista. Simplemente, hicimos una reflexión seria sobre nuestra historia y sobre las causas de los sucesivos fracasos de la democracia en nuestro país e intentamos buscar una solución que nos permitiese, por fin, asentar una democracia duradera.

Si Antonio Muñoz Molina lee atentamente el Título Preliminar y el Título Octavo de nuestra Constitución, verá que ambos están llenos de referencias implícitas y a veces explícitas a la experiencia de la República de 1931. En aquel esperanzador momento republicano se intentó dar una solución a la cuestión de las autonomías que consistía en injertar tres sistemas autonómicos en una España que seguía siendo centralista para el resto, o sea, el modelo que Muñoz Molina preconiza en su artículo. Como es bien sabido, aquel modelo fracasó ante la vesanía de una derecha que utilizó el concepto de una España unitaria para recuperar su hegemonía destrozando el país entero.

Durante la redacción de Ia Constitución de 1978, nos planteamos muy seriamente el problema. Casi todos coincidíamos en la necesidad de resolver el problema de las autonomías y digo casi todos porque la Alianza Popular liderada por Fraga Iribarne no era precisamente una entusiasta del tema, pero no todos teníamos la misma visión del asunto. Personalmente, siempre pensé que volver al modelo de la II República -o sea, mantener el centralismo como sistema e injertar en él tres autonomías- nos llevaría al desastre. Y no sólo porque acabaría provocando agravios comparativos difíciles de controlar, sino porque impediría dar una solución racional al gran problema creado por el centralismo, a saber: la desigualdad y los desequilibrios entre las diversas zonas de España, entre las zonas más desarrolladas y las más esquilmadas.

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Si combatí por el modelo actual, o sea, por el sistema de autonomías creado por la Constitución de 1978, es porque creía y sigo creyendo qué era el más idóneo para restaurar y desarrollar la autonomía de Cataluña, Euskadi y Galicia, y para hacer efectivo el principio de solidaridad que proclama el artículo 2 de la propia Constitución, o sea, para redistribuir recursos, reducir las desigualdades territoriales, equilibrar las posibilidades de desarrollo y, en definitiva, mejorar el bienestar de todos los españoles. A veces perdemos la visión del conjunto cuando afloran los conflictos más ruidosos sobre identidades colectivas, sobre competencias y sobre financiación, pero lo cierto es que los andaluces, los extremeños, los murcianos, los castellano-manchegos, etcétera, ya no emigran a Cataluña, a Euskadi, a Madrid o al extranjero, y creo que este enorme avance mucho tiene que ver con el funcionamiento de las autonomías.

Es cierto que hoy tenemos problemas de gobernabilidad y que reaparecen tensiones y conflictos sobre las identidades colectivas, sobre el concepto mismo de España y su historia y sobre el reparto de los recursos. Pero esto no se debe tanto al sistema como a los protagonistas, no tanto a la prepotencia de los partidos políticos como a su debilidad, no a las reglas de juego sino a los incumplimientos de estas mismas reglas. Lo peor sería, sin embargo, que nuestra respuesta a los problemas fuese volver al pasado y recaer en la terrible dialéctica de confrontación entre el nacionalismo español del centralismo y los nacionalismos periféricos, que convertiría las actuales dificultades de encaje en un callejón sin salida.

Y con ello vuelvo a lo que recordaba al principio. Hoy en España no se puede avanzar ni un milímetro en la discusión sobre el modelo de Estado si no tenemos en cuenta que nuestro futuro colectivo está en una Unión Europea en pleno proceso de gestación. Hoy por hoy es difícil predecir los ritmos y los cambios institucionales de este proceso, pero si los principales protagonistas, o sea, los Estados, tienden a descentralizarse, es porque el futuro de la nueva Europa no pasará sólo ni principalmente por la suma de los Estados actuales.

En la fase presente y en el futuro inmedianto no cabe duda de que los Estados son y seguirán siendo unos protagonistas fundamentales. Pero el propio éxito de la Unión les despojará de muchos de sus atributos principales, como el de la política exterior y, sobre todo, el de la política monetaria. Dentro de un panorama todavía confuso se puede pensar en una futura confederación de los actuales Estados como sistema institucional de la Unión Europea. Pero a la vez asistimos y asistiremos cada día más a un fortalecimiento de las ciudades y de las regiones -o nacionalidades y regiones-. En definitiva, la Europa futura se está gestando por arriba con los acuerdos de los Estados, pero sobre todo por la red de comunicaciones, de cooperación, de enlaces, de iniciativas comunes de las ciudades y por la capacidad de muchas de éstas de crear zonas de influencia y de colaboración que van mucho más allá de su mero entorno urbano e Incluso más allá de las fronteras estatales. Algo parecido ocurre con lo que el lenguaje comunitario llama las regiones. Éstas forman ya, pero sobre todo formarán mucho más en el futuro, el otro gran entramado de unión, dentro y fuera de los actuales Estados. Y en este entramado progresarán las que sean capaces de aglutinar a otras en grandes proyectos comunes y en actividades de cooperación con vistas al futuro, o sea, las que se abran hacia sus vecinos, no las que se encierran en su mismidad por aquello de la identidad colectiva. Dicho de otra manera, mientras los actuales Estados negocian los problemas generales y tienden a formar un cierto tipo de confederación, las ciudades y las regiones que piensen de verdad en el futuro y no se cierren tenderán a constituir mecanismos flexibles de federación por esto, todos los Estados miembros de la Unión Europea, con la excepción momentánea de Francia, tienden a prepararse para ello con medidas de descentralización.

Creo sinceramente que las cosas irán por este camino o por un camino parecido, y por ello creo que el modelo de Estado de las autonomías creado por la Constitución de 1978 fue el resultado de una buena visión del presente y de previsión del futuro, aunque tengamos, problemas y sigamos teniéndolos en este mismo futuro. Lo que sería nefasto para todos sería, desde luego, poner el freno e intentar la marcha atrás precisamente porque tenemos problemas y nos molestan. Lo sensato es enfrentarse con ellos y resolverlos, pensando más en el futuro que en el pasado.

Jordi Sólé Tura es diputado por el PSC-PSOE.

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