La princesa de hielo en el castillo de Borromini
La producción de La bella... del Royal Ballet es una delicia costosa y monumental. Su escenografía, entre un sueño de Piranesi y una pesadilla de Borromini, se adereza en el último cuadro con una versión del transparente vaticano de Bernini. Es un tratado de inspiración arquitectónica resuelto con puntos de fuga y completado con un vestuario elegante e imaginativo que rezuma muchas libras esterlinas por todas sus costuras. No se han equivocado en el Real al programarla, y es un buen comienzo para el público balletómano. Sin ese escenario maravilloso los madrileños nunca habrían visto en su esplendor producciones así.El cuerpo de baile inglés, algo gris, se muestra uniforme, disciplinado, atento a filas y tutti. Los solistas (hadas, Pájaro azul, etcétera) hicieron lo que pudieron ante la batuta asesina de Ovsianikov (inexplicable siendo discípulo de Fedótov y procediendo del Marinskii). La propia orquesta, que nos tiene acostumbrados a un buen sonido, resultó desorientada a ratos, con evidente responsabilidad del ruso, y si algo necesita esa partitura desde los primeros acordes hasta el solo de violín de la variación de Aurora, es brillantez. Y tampoco es que Ovsianikov mirara a las bailarinas todo lo que debía.
The Royal Ballet
La bella durmiente. Coreografía:Marius Petipa (reordenada por Anthony Dowell con agregados de Lopókov, MacMillan y Asthon); música: Piort Ilich Chaicovsk"; escenografía: Maria Bjornson. Con la Orquesta Sinfónica de Madrid. Director musical: Valeri Ovsianikov. Teatro Real de Madrid. 28 de noviembre.
Anthony Dowell ha respetado en gran medida el corpus general de la versión petersburguesa (que no puede ser entendida hoy como solamente de Petipa y menos en las anteriores Bellas inglesas, donde estaban las manos de los Legat, Obújov y Cecchetti, entre otros), y comete el discreto error de mantener las lecturas y añadidos de Asthon (por respetar la memoria de su maestro), que lucen anticuadas y hasta irrespetuosas con el estilo general de la obra. Llegando al estilo, llegamos a Sylvie Guillem, que se lo salta a la torera con una displicencia que no es de recibo. Aun así, el público aplaudió largamente su fama y presencia.
Más que fría, esta bailarina de dotes naturales fuera de serie y técnica limpísima resulta absurda en las frases coreográficas articuladas sobre sus piernas y enormes extensiones. Desdibuja el ballet académico, lo rebaja a cotas exhibicionistas; ella nunca está dentro del personaje, ríe a destiempo, mira retadoramente al público, y vuelve a tocarse la oreja con la zapatilla de punta como si esa proeza circense la coronara para la historia. Se equivoca, tal como se equivocó de tiempos musicales en más de una ocasión. El tiempo no pasa en balde. Antes, cuando estaba bajo la égida de la Ópera de París, su giro era más seguro y su concentración algo mejor. Ahora sencillamente va a su aire baile lo que baile.
Adagio de trámite
Al entrar en escena, hizo un Adagio de la rosa de puro trámite, donde ni siquiera sus legendarios equilibrios fueron notables, y en el Grand pas de deux del tercer acto, la compleja entrée sí dejó por fin un mejor sabor, algo más rico en acentos, pero sin ese brillo que pide a gritos la coreografía original que, por cierto, ha sido limada de dificultades en la coda final de la versión escogida.Las cosas salieron más o menos bien en el trabajo de pareja a pesar de ser la primera vez que la diva francesa bailaba con el argentino Iñaki Urlezaga, que mostró arrojo pero se le vio inseguro. Este imprevisto hay que tenerlo en cuenta, pero aun así no se justifican los barbarismos contra lo esencialmente clásico. La bella durmiente tiene claves estilísticas propias, como Cascanueces las suyas. Ahí sí puede notarse aún el espíritu Petipa, en el microestilo de cada obra dentro del macroestilo ,del apogeo academicista, donde el dibujo debe gozar de su permanencia en el equilibrio de las líneas, no en su quebranto.
No hay muchas Carabosse memorables (Dudinskaia lo fue al final de su carrera en Kirov) y Dowell asume el papel en travesti -es tradición de muchas compañías que lo haga siempre un hombre- creando un ser terrible, feérico y maléfico a la vez, imponiéndose escena tras escena. Por otra parte, Zenaida Yanowski es ya hoy una hermosa y elegante bailarina, segura y equilibrada que da a su Hada de las Lilas un cierto empaque distante, digamos, a la inglesa. Es una pena que la versión Dowell no contenga las brillantes variaciones de este personaje, y para las que Zenaida, a todas luces, está más que preparada.
El Royal Ballet es una gran compañía, la más joven de las más poderosas (data de los años 30) y al verla en conjunto sobre la escena se siente el peso vivo de la tradición, el amor por los clásicos, la reverencia a ese repertorio que debe pervivir y perdurar. Un buen ejemplo para el flamante Teatro Real, que en el siglo pasado vio sobre sus tablas otras Bellas, que no la de Petipa.
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