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Tiempo de perversion

El mundo ha entrado en una espiral de perversión. Como si el término del milenio se convirtiera en el turbión de un sumidero global, todos los desechos del siglo reaparecen en el último tramo del fregadero.No han reaparecido las guerras mundiales ni las grandes masacres de la centuria pero sus detritus emergen en forma de recuentos feroces de miseria y muerte en el continente africano, flotan como piezas del horror en el Libro Negro del comunismo, se encarnan en los repetidos juicios residuales del nazismo, se multiplican en carnicerías de fanatismo religioso o se coronan con ediciones de nacionalismos anacrónicos, en crash bursátiles que evocan los años veinte, en enfermedades incurables y rebrotes de epidemias, en la recreación de un pánico que va desde la renovación del miedo a la ciencia (sus robots inteligentes, sus ensayos genéticos) al asalto de las mafias internacionales y las redes asesinas del narcotráfico universal.

La perversión, en forma de aberraciones sexuales, económicas o artísticas, abastece las páginas de los periódicos, las contabilidades de los bancos asiáticos, en las galerías de pintura de Australia o de Madrid, en las pasarelas de Terry Mugler o de Jean Paul Gaultier. Ni siquiera la climatología se libra de una perversión que tiene como protagonista a El Niño que, junto a los frecuentes casos de pederastia occidental, configuran un panorama de abusos y violaciones infantiles sumado a los nuevos infanticidios de niñas en China, la venta de bebés rusos o colombianos, el comercio clandestino de órganos y comercialización de fetos para la cosmética, tanto o más oscuros que las pesadillas de la explotación humana a comienzos del siglo XX. Sin que además, aquella esclavitud haya desaparecido ni aun se haya reducido en los talleres del Tercer Mundo, y no sólo del Tercer Mundo, a cargo de las multinacionales del estrellato universal.

La subversión en busca de un mundo mejor ya no parece interesar a nadie. Sólo interesa la perversión puesto que las guías morales, en un mundo sin ideal, han eliminado los grandes pilares de referencia. Y, cuando el pilar mayor no llega al techo, ¿qué importa a la altura que esté? En consecuencia, todo ha perdido elevación y se desliza hacia los bajos fondos. Desde la sexualidad a la cultura, desde la política a la solidaridad, los parámetros han ido del más al menos, de lo sensible a lo comercial y del comercio a la promiscuidad. Lo que se llama globalidad es un medio aberrado donde todo cabe y se intercamabia y se engloba en un magma sin cabeza ni pies. Esta misma monstruosidad es la que gobierna las colosales fusiones de empresas en conglomerados descomunales, la que provoca paro por cientos de millones de personas, la que condensa en grandes bolsas de riqueza o de pobreza los limitados recursos del mundo.

La pérdida de simetría internacional, tras el fin de la guerra fría, ha producido, a su vez, el fenómeno deforme de desequilibrio polar. Todo puede ser pervertido bajo el poder único, el destino único, mientras la inocencia de la población sigue invocando los valores democráticos, sucesivamente desguazados en la práctica diaria del poder.

Desde los escándalos particulares a los escándalos de los partidos, desde las constantes estafas de los Gobiernos constituidos legalmente hasta las basuras televisivas, desde el desprestigio de la Universidad al descrédito de la historia, desde la descomposición del Estado de bienestar a la máscara del Estado de derecho, el fin de siglo chapotea en los espacios de su perversión. El pasado fue, en la modernidad, un estrato sobre el que pretendía izarse un tiempo nuevo. Hoy lo nuevo, en las reconstrucciones ideológicas o en las restauraciones perfectas que simboliza ahora el palacio de Windsor, son indicios de rescates pervertidos, decadencias de un tiempo en que el progreso de la humanidad ha perdido su aliento saludable para recrearse en las pestilencias de la perversión.

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