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Momento de Pedro Arrupe

Hoy, el día en que cumpliría 90 años, se celebra el traslado de los restos de Pedro Arrupe, a la iglesia del Gesù, en Roma, donde reposan otros superiores de la orden ignaciana.

Los hombres nacen, viven y mueren. Parece que los hombres pasan sin dejar huella. Pero algunos, solamente algunos, con el tiempo, muestran su auténtica talla histórica y merecen el respeto explícito de sus herederos, los otros hombres.Éste es el caso de quien fuera durante 18 años superior general de la Compañía de Jesús" ese hombre de rostro prieto y nariz aguileña, nacido en el Bilbao de 1907 y fallecido en una apartada enfermería romana un 5 de febrero de 1991. Se llamó y sigue llamándose Pedro Arrupe. Y ahora, precisamente ahora, le ha llegado su momento, el merecido momento del reconocimiento público de quienes heredaron su escuela humana y espiritual, además de tantos creyentes que encontraron en su amable persona referencia segura para vivir según el evangelio de Jesucristo. Sin olvidar a quienes, desde la increencia, siempre respetaron su defensa, tantas veces desconcertante, de los derechos de todo ser humano.

Hoy mismo, en la Roma de Pedro, el primer Papa, se está celebrando el traslado de los restos de Pedro Arrupe a la iglesia jesuítica del Gesú, donde reposan otros superiores generales de la orden ignaciana y algunos santos que compartieron una misma vocación eclesial y humana. Durante años, por razones de estricta prudencia temporal pero no menos de sabia templanza eclesial, estos restos reposaron en el panteón de la Compañía de Jesús en el cementerio de Campo Verano, cercano a la ciudad temblorosamente eterna. Más tarde, el pasado junio, y tras los necesarios permisos de los municipios por donde debía transitar el furgón mortuorio, fueron depositados en el templo más emblemático de los jesuitas, pero en silencio, sin producir inútiles molestias, en un soberano gesto de pulcra delicadeza. Y ahora, hoy mismo, se celebra ese traslado, o mejor, la presencia del mortal e inmortal Pedro Arrupe en su definitiva morada terrena, el mismo día en que hubiera cumplido 90 años.

Así, de forma por fin abierta a los vientos de la historia que él viviera tan ardiente y costosamente, se cierra un cielo que abre otro de naturaleza mucho más compleja y significativa: el de su posible causa de beatificación, que llevará el tiempo eclesialmente necesario pero que nunca debería llevar más de ese tiempo necesario. No radica tal necesidad en la espectacularidad de su posible beatificación. Más bien y sobre todo, en lo que ésta significaría para quien abrió en tiempos duros y crudos, caminos de sólida utopía en la mar eclesial y social desde el riachuelo de la Compañía de Jesús. Sencilla y clara reciprocidad.

Sería bonito que la celebración fuera jocunda y abundante, como jocundo fuera su temperamento y abundante su carácter, proclamador de una inconfundible esperanza en los tiempos nuevos de la Iglesia y de la Humanidad, sin acepción alguna de personas, abierto a cada individuo y a la gran masa, con un profundo sentido de responsabilidad pero sin paternalismos fáciles por santurrones. Hombre de una pieza, oraba para actuar, amaba para comprender, abrazaba para restañar heridas y resucitar corazones

abatidos por las adversidades. Aunque su propio corazón sufriera y acabara sometido, al final de sus años, a una escondida humillación de su sensibilidad y de su inteligencia. Hay que escribir sin remilgos que Pedro Arrupe asumió el misterio central del cristianismo, que es saber morir al propio egoísmo para resucitar al amor universal. En esto se mostró fiel discípulo del misterioso carpintero de Nazaret y con esto mostró a la Compañía de Jesús su modo de proceder en la Iglesia para servicio de todo hombre. El misterio del grano de trigo.

A esta renovadora actitud de todo el cuerpo jesuítico, por otra parte de honda raigambre ignaciana en el texto de los siempre nuevos Ejercicios Espirituales, se le llamó con un nombre antiguo y siempre joven: misión. Y ha sido este concepto de misión el definidor del quehacer de los jesuitas, los herederos de Pedro Arrupe, en este tiempo de grave tránsito histórico, cuando todos los hombres nos balanceamos entre las tragedias conocidas y los egoísmos practicados. Misión que reza emblemáticamente así en un conocido texto contemporáneo de la Compañía de Jesús: "¿Qué significa ser hoy jesuita? Comprometerse bajo el estandarte de la cruz en la lucha crucial de nuestro tiempo: la lucha por la fe y la lucha por la justicia que esta misma fe exige". Peter Hans Kovenbach, el sucesor de Pedro Arrupe, ha matizado esta compleja relación, pero permanece, en lo que contiene de revolucionaria, como testamento ineludible para todo buen jesuita y todo el que se inspira en su espiritualidad. Hombres para la misión. Compromiso con una fe que conduce inexorable miente a la justicia. Aquí reside la grandeza de este hombre como hito en el devenir de su orden y de la Iglesia toda, con relevantes repercusiones en- la sociedad civil. Recuperar el matrimonio evangélico entre la contundente fe y la exigente justicia. Tanto en las -tareas intelectuales más complejas como en la práctica de la misericordia más próxima. En todo.

¿Será casualidad que solamente dos días después del día de hoy, el 16 exactamente, se cumplan ocho años del asesinato de los jesuitas en la Universidad Centroamericana de El Salvador? En absoluto. Ellos, junto a tantos otros, demuestran que tomarse en serio tal misión no es tarea baladí porque provocará reacciones definitivas del egoísmo dominante en tantas zonas de poder. Signo inequívoco de que una misión así concebida impacta en la mismísima estructura de nuestro mundo, donde la injusticia se jacta de imponer sus tesis humillantes para tantos hombres y mujeres impotentes. Habrá, pues, desde ahora mismo, un viaje que realizar: visitar los restos de Pedro Arrupe en el Gesú romano y saltar hasta esos otros de los jesuitas masacrados en tierras salvadoreñas y que reposan en la capilla de la universidad. Sencillamente, como símbolo del viaje interior y exterior que la Compañía entera sigue intentando realizar como heredera de la magistral lección evangélica de un pequeño gran hombre. El viaje que conduce desde Pedro Arrupe a Ignacio Ellacuría, válido símbolo.

No andamos sobrados de personalidades ejemplares desde puntos de vista tan variados como para desperdiciar la oportunidad de confrontamos con la personalidad de este vasco y español que acertara a conjugar Oriente y Occidente tras su larga estancia japonesa. Será certero, por ello mismo, acercarse en espíritu a la celebración del Gesù para decirle un sobrio gracias a Pedro Arrupe, añadiendo un margen de respeto a su testamento eclesial y humano: fe y justicia ya inseparables. Porque éste es el momento de Pedro Arrupe, su momento merecido tras largos años de serena y sencilla ocultación. El momento en que la Compañía de Jesús, que fuera su compañía desde Jesús, le entrega a toda la Iglesia y a toda la Humanidad como precioso regalo para tiempos oscilantes. Tiempos que escuchan, con eco tan profético como utópico estas palabras dirigidas a sus jesuitas en momentos delicados: "No quiero defender cualquier equivocación que podamos cometer, pero la mayor equivocación sería permanecer en tal estado de miedo a cometer errores que, simplemente, paralicemos la acción".

Hoy, 14 de noviembre de,1997, recordamos a Pedro Arrupe y su presencia en el Gesú romano. Con la sencillez de que siempre hizo gala, expresamos una sentida oración, una muy necesitada oración. Puede que desde la misma fe. Y puede también que desde la más elemental terrenidad

. Sin más.

Norberto Alcover es jesuita y periodista.

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