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Tribuna
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¿Reparto de trabajo o creación de oportunidades?

Recientemente han aparecido en EL PAÍS (los artículos que analizan tres de los principales problemas que quejan al mercado de trabajo español: la concentración de las actividades formativas al comienzo del ciclo vital de los individuos; la escasa participación femenina en la actividad económica, y la obsolescencia de las cualificaciones -y de la empleabilidad- de los trabajadores adultos, por la aceleración del cambio tecnológico.Al mismo tiempo, los dos grandes economistas que firman estos artículos -Andreu Mas y Edinund Phelps- reflexionan sobre las relaciones entre estos tres fenómenos y las tres grandes bolsas de paro: el desempleo y la precariedad del empleo juvenil, la aparición de un colectivo de edad madura atrapado en el paro de larga duración y la elevada tasa de paro, femenino. Esta última se relaciona, a su vez, con la desigual distribución entre los dos sexos de las oportunidades de empleo y del trabajo doméstico, al que unos consideran consumo de ocio y otros trabajo no remunerado. Finalmente, los dos articulistas se preguntan por la capacidad del mercado para resolver estos problemas de forma autónoma y por la necesidad de regulación, ya sea mediante fórmulas más o menos voluntaristas de reparto de trabajo, ya mediante la utilización selectiva y "promercado" de subvenciones al empleo, diseñadas para reconducir las fuerzas del mercado hacia la integración de los trabajadores desaventajados. En las líneas que siguen analizo brevemente estos tres problemas, no desde la perspectiva de la vía francesa, sino de la llamada vía holandesa.

El grado de concentración de la formación durante los primeros años de la vida es en España muy superior al existente en los otros países industrializados, dada la aceleración espectacular que han experimentado las tasas españolas de escolarización durante los dos últimos decenios y las escasas disponibilidades de formación permanente para adultos. Por ello, el 81 % de la población activa con edades comprendidas entre 20 y 39 años cursó, como mínimo, estudios secundarios, mientras que el 61% de la población activa mayor de 40 años no tiene estudios o terminó, como máximo, los primarios, con la consiguiente desventaja de este grupo para adaptarse al cambio tecnológico.

Además, España es, dentro de la Unión Europea, uno de los que dedican menos esfuerzo a la formación continua de los trabajadores adultos. En Alemania, el tiempo destinado a formación equivale al 9% de la jornada de trabajo de los ocupados, mientras que en España no llega al 1%. Esta carencia viene a acrecentar aquella desventaja de forma acumulativa, Los frenos a la movilidad de la fuerza de trabajo ocupada han venido siendo la respuesta a la ansiedad del colectivo de población en edad madura de quedar atrapado en situaciones de paro si son despedidos, ya que sus cualificaciones han sido adquiridas mayoritariamente en y por el trabajo y son específicas de la empresa en la que trabajan, de modo que la dificultad de reutilización de su capacidad productiva hace aumentar desproporcionadamente el riesgo de desempleo de larga duración en caso de pérdida del puesto de trabajo.

Supongamos que las empresas ya están utilizando plenamente a la población empleada y que una disminución del 9% de la jornada de trabajo efectiva les obliga a aumentar sus plantillas en esa misma proporción, contratando a nuevos trabajadores para sustituir el tiempo de trabajo perdido. Supongamos también que tal situación se hace con trabajadores jóvenes, dada su disponibilidad para el empleo y su buena preparación. ¿Cómo podría desencadenarse esta dinámica, de manera que todos los participantes actuasen movidos por incentivos, sin tener que obligarles a hacerlo?

Una propuesta podría ser la siguiente: la negociación colectiva podría fijarse como objetivo para el año 2000 que todos los ocupados dispusieran de un crédito de 153 horas anuales para formación, que se corresponde con el 9% de la jornada anual de trabajo (nótese que esto es muy parecido al programa francés de reducción de la jornada a 35 horas ese mismo año). Este objetivo podría alcanzarse de forma progresiva, generando un crédito acumulativo de 51 horas al año -un 3% de la jornada-, y negociando las correspondientes contrapartidas salariales. Como suponemos que la empresa tendría que contratar a nuevos trabajadores para cubrir sus necesidades, los costes laborales aumentarían en un 3% anual si los nuevos empleados recibieran el mismo salario que los antiguos. Pero la empresa conseguiría también otras ventajas, porque la edad media de su plantilla se rejuvenecería y los trabajadores maduros, a medida que fueran mejorando su formación, prestarían un trabajo de mayor calidad, lo que reduciría costes y mejoraría la posición competitiva de la empresa en el mercado, de modo que ésta no tendría que exigir una compensación total de los costes adicionales. Además, el Gobierno podría bonificar durante algún tiempo las cotizaciones sociales de los nuevos empleados, ya que de este esfuerzo se derivarían grandes beneficios sociales (menos desempleo, menor presión sobre el sistema educativo y nuevas cotizaciones).

En suma, el coste adicional de este programa podría repartirse entre todos los participantes: moderando el crecimiento esperado de los salarios de los ya empleados, aceptando salarios de entrada algo más bajos, aumentando algo el coste laboral de la empresa -con cargo a las mejoras de calidad esperadas- y renunciando el Gobierno a parte de los ingresos por cotizaciones. En contrapartida, todos ganarían, y especialmente los trabajadores ocupados, que prestarían menos trabajo efectivo y dispondrían de mayores oportunidades de permanencia, en el empleo y de promoción. Esta es la primera medida de reparto de trabajo a la holandesa, cuyos principios también resultan aplicables a los contratos de relevo, especialmente en el momento en que la reforma del sistema de pensiones introduzca incentivos para prolongar la edad de jubilación.

También podríamos imitar a los holandeses dando incentivos suficientes para hacer crecer sustancialmente el trabajo a media jornada. Esto tendría algún coste organizativo para las empresas, pero comportaría ventajas de mayor flexibilidad y productividad, ya que está demostrado que dos trabajadores a media jornada rinden más que uno a tiempo completo, siempre que no haya discriminación entre ellos y que ambos tengan empleos estables. Puede incentivarse el uso de esta modalidad reduciendo en cinco puntos las cotizaciones de los trabajadores a media jornada. El aumento del número de cotizantes y la disminución de gastos de desempleo que se derivaría de este programa compensaría con creces su coste. Además, mejoraría la calidad de vida de muchas personas que prefieren o necesitan trabajar sólo una parte de la jornada y que ahora no trabajan y dependen de los ingresos de otros miembros de la familia.

¿Cómo facilitar la vuelta al trabajo de los trabajadores menos cualificados que ya han perdido su empleo y no ven perspectiva alguna de salir de la situación de paro de larga duración? También aquí es ilustrativo el ejemplo holandés. Las empresas sólo contratan a estos trabajadores si se les permite hacerlo a un coste muy inferior al que supone contratar a otros mejor cualificados, pero eso significaría, probablemente, abonar salarios insuficientes para motivar al trabajador, ya que no bastarían para vivir decentemente. En Holanda -y en otros países- este problema se está resolviendo concediendo una subvención permanente que compensa la pérdida en que incurre la empresa al contratar a estos trabajadores. Cuando la subvención es inferior al subsidio de desempleo que perciben los desempleados de larga duración, la medida se autofinancia. Si éste no es incentivo suficiente, hay que incurrir en algún coste adicional, pero no es muy elevado y de él se derivan beneficios sociales -y nuevas cotizaciones- que lo compensan. Varios estudios indican que lo mejor es que la subvención sea entregada directamente por el Gobierno al trabajador que abandona la situación de desempleo de larga duración y acepta un contrato especial, con salario inferior al convencional. Esto sólo se puede hacer si la negociación colectiva permite a la empresa suscribir este tipo de contratos. En caso contrario, la única forma de aplicar el programa consiste en que la empresa pague todo el salario fijado en el convenio, compensándola con una subvención o una reducción de sus cuotas fiscales o sociales.

La filosofía que subyace a este conjunto de políticas no es otra que la de sustituir la mentalidad de asistencialismo social hacia los desempleados por otra basada en el criterio de creación e igualación de oportunidades de empleo para todos. Amartya Sen -un gran economista ¡al que tampoco este año le han dado el Premio Nobel!- señalaba recientemente en Lisboa que, por contraposición a lo que ocurre en Norteamérica, en donde existe pleno empleo pero a cambio de que los empleados menos cualificados reciban salarios de pobreza, el principal imperativo ético al que se enfrenta la sociedad europea es el abandono del paternalismo y la adopción de una filosofía de política social orientada hacia la eliminación de la dependencia y hacia la consecución de la plena autonomía individual por el empleo.

Álvaro Espina fue secretario general de Empleo entre 1985 y 1991.

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