Un día triste en una vida triste
El Cerro de los Reyes despide a sus muertos y afronta su renovada pobreza
A las 11 de la mañana, un ayudante se acerca al alcalde de Badajoz, Miguel Celdrán, y le entrega un paquete plano y largo. Es una corbata negra. Celdrán no tenía ninguna y dentro de dos horas debe estar en el funeral por las víctimas de las inundaciones junto al Príncipe Felipe y al presidente del Gobierno. Ni para las corbatas ha funcionado la prevención. Celdrán charla mientras se alza el cuello de la camisa y se hace un nudo wíndsor con mejor intención que maña."Mire usted, aquí estaremos subdesarrollados, pero no somos subnormales", dice el alcalde. "Yo he trabajado 30 años como técnico de prevención, muchos de ellos en la Consejería de Trabajo, y sé que hay accidentes inexplicables, sé que siempre existe el riesgo de la catástrofe. En Badajoz, mire usted, hay 29 barriadas ilegales. Sabíamos que en el Cerro de los Reyes había viviendas en malas condiciones, sí. Pero yo no puedo tirar abajo 600 casas así por las buenas". Cierto, pero el temporal casi lo logró.
Mientras el alcalde se anuda la corbata, cuatro hombres rana caminan contracorriente por las aguas marrones del arroyo Rivilla. Hombres rana, nunca mejor dicho. La gente les mira desde las orillas devastadas, desde los indeseados miradores que han formado los puentes tras derrumbarse. "DeJa eso, ahí ya he mirado yo", le dice un hombre rana a su compañero. Los hombres avanzan, se agachan y mueven las manos bajo el lodo, como quien ha perdido un anillo en la oscuridad. Están buscando cadáveres. En las orillas, nadie habla.
Junto a ellos, una perra flota muerta. Los rastreadores buscan entre los cascotes de los puentes, buscan dentro de los coches atrapados entre la ruina, buscan en el fondo del canal. Hay otros tres equipos como el suyo en otras partes del arroyo. Llevan así desde el amanecer. ¿Quién quiere un trabajo como ése?
"El Cerro de los Reyes es un barrio obrero", sigue diciendo el alcalde Celdrán, "de calles estrechísimas, usted lo ha visto, y hasta cierto punto se desenvuelve por sí mismo. Sé que hay que tomar medidas allí para que no se repita lo de ayer, pero no se puede mover a 6.000 personas de hoy para mañana. Los milagros, mire usted, en Fátima"
La tienda se llama Ultramarinos Ana, en el 105 de la avenida Arroyo Calarnón. Ahora, la avenida es el arroyo Calamón, y la tienda, digamos que ha liquidado sus existencias. Ana Correa yPablo González, los dueños -los dueños de nada- miran al suelo y se llevan las manos a la cabeza. Entre el barro asoman las ristras de chorizos y de morcillas, los ganchitos al queso, las alitas de pollo, los víveres que iban a dar de comer al Cerro de los Reyes durante dos semanas.
"Se nos ha caído el cielo encima", dice Ana Correa. "Siempre hemos sido pobres como todo el mundo en este barrio. Siempre hemos vivido al día, pero ahora vamos para atrás como los cangrejos. Mire todo esto. Es todo lo que teníamos". Todo esto: los garbanzos en agua, los pimientos Cidacos, las natillas El Prado, las pilas (le un voltio y medio, las palomitas de colores y los cartones de Don Simón. Ya todo forma parte del arroyo Calamón.
El alcalde Celdrán ya se ha logrado anudar la corbata negra, pero sigue hablando, paciente y cortés. Los vecinos se habían quejado la víspera de la falta de ayuda, de que tuvieron que sacar los muebles y achicar el fango ellos solos. "Hombre, por Dios, eso sí que no", dice Celdrán. "Nos vimos desbordados, por supuesto que sí, pero hicimos todo lo que pudimos. En este ayuntarmento no durmió nadie. El concejal de Protección Civil pasó buena parte de la noche aislado por la tromba, incomunicado. Los bomberos y la policía perdieron cuatro vehículos. Todo fue insuficiente. Ayer, un vecino quiso pegarme. Lo comprendo: había perdido a su madre".
El presidente extremeño, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, había comentado a primera hora de la mañana: "No sigan buscando culpables. Tienen delante al único responsable de los 21 muertos: soy yo". Del Rey a abajo ninguno. A la una del mediodía, Ibarra tuvo los muertos ante sí, durante él funeral oficiado en el polideportivo La Granadilla, al que asistieron unas 4.000 personas. Entre ellas el Príncipe Felipe, José María Aznar, el presidente del Senado (el extremeño Juan Ignacio Barrero) y el alcalde Celdrán.
En las primeras filas se sientan los familiares. Allí no se ve ni una corbata, ni negra ni de ningún color. Gestos dignos, figuras desoladas, ropas baratas, muchas de ellas prestadas, zapatos negros manchados de barro, calcetines blancos. Una mujer llora, pero no exhibe su dolor: agacha la cabeza y esconde su tragedia entre las dos manos. Muchos miran al Príncipe, como esperando encontrar en él un atisbo de lo cotidiano, de lo que sale en la tele en los días normales, entre tanta miseria y tanto absurdo.
Sobre el altar, la patrona de Badajoz: la Virgen de la Soledad.
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