El último gran liberal
Isaiah Berlin era el último exponente de una raza ya casi extinguida de pensadores políticos: aquellos que cultivaban el ensayo breve y sugerente para exponer sus ideas y desconfiaban de la filosofia construida con afán sistemático y abarcador. Quienes lo conocieron personalmente destacan su impresionante retórica en las aulas de Oxford y su inmensa erudición salpicada de ironía. Su innegable capacidad para destacar mediante el uso de la palabra le valió una bien merecida fama como raconteur, que le abrió las puertas de círculos sociales hasta entonces vedados a los académicos. Esa misma brillantez oral supo trasladarla también a la articulación escrita de su pensamiento, que fue siempre fiel a un mínimo de ideas afirmadas con el más absoluto desdén hacia las distintas modas intelectuales que le tocó vivir. Nunca tuvo ningún empacho en reconocer, por ejemplo, que no entendía las obras de Adorno o Derrida, o que la obra de "esa señora", en referencia a H. Arendt, no le merecía el suficiente respeto por sus "libres asociaciones metafísicas". Berlin es un heredero fiel de la fecunda tradición del empirismo y liberalismo británico, que supo defender frente a los excesos racionalistas de la tradición de la Ilustración radicalizada continental con su pretensión por afirmar supuestas respuestas "verdaderas" a los problemas de la política. Y lo hizo valiéndose de un tipo de argumentación que hoy cobra un renovado frescor, tanto por su forma ensayística como por sus mismos contenidos teóricos. Berlin es un realista que reconoce en la permanente presencia del conflicto la esencia de la política. No hay utopía ni sistema filosófico que nos redima del conflicto ni de la tozuda presencia del pluralismo de valores. Los valores, además de plurales, son inconmensurables: carecemos de un valor o principio al que puedan ser reconducidos todos los demás y nos sirvan de pauta absoluta para la elección de nuestros fines.De ahí no extrae, sin embargo, un relativismo moral extremo. Se trata más bien de rechazar la posibilidad de descubrir un conjunto de normas morales eternas, un código objetivo que deba ser impuesto por su congruencia con una supuesta esencia de la humanidad. Pero ello no obsta para que no podamos observar qué valores son básicos y han sido ampliamente reconocidos en la mayor parte de los lugares y épocas, aunque nunca podamos afirmarlos con una certeza absoluta. En su más conocido ensayo, Dos conceptos de libertad (1958), se contiene ya en embrión el intento por vincular esos valores a la idea de libertad negativa, a los valores del individualismo y la autonomía. El hombre no podría sacrificarlos en la persecución de otros fines sin ofender a su naturaleza humana, ya que permiten incorporar el pluralismo y la autoexpresión individual a la sociedad como un todo. Y, desde luego, la forma de gobierno más adecuada sería una democracia pluralista apoyada en la consulta y el compromiso.
Su aportación al debate conceptual de la teoría política contemporánea y a la historia intelectual ha sido sencillamente incomparable. Más aún si consideramos que su objetivo ha estado siempre guiado por la modestia y por la pretensión de que su propuesta no despertara grandes entusiasmos. Pero, como él mismo dijera poniéndolo en boca de otro autor, nadie ha dicho que la verdad una vez descubierta sea interesante.
Babelia
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