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Sin orden ni concierto

Joaquín Estefanía

Los movimientos bursátiles de los últimos días son la demostración más palpable de ese fenómeno conocido como globalización. La liberalización del sistema financiero es su avanzadilla y las tecnologías de la información -que han hecho posible que las transacciones puedan realizarse 24 horas al día- su herramienta más perfecta.Se calcula que todos los días se mueven por el mundo sin fronteras alrededor de 1,3 billones de dólares, lo que supone, por ejemplo, 2,5 veces el producto interior bruto (PIB) español. La mayor parte de estos movimientos son a corto plazo. Al menos el 75% de las transacciones de capital son viajes de ida y vuelta de una semana o menos. Estos flujos suponen, en algunos casos, el origen de conmociones económicas que afectan centralmente a diversos países; es lo que sucedió en México en diciembre de 1994 y lo que desde antes del verano está ocurriendo, por diversas causas, en algunos de los tigres asiáticos, que más bien se semejan, en esta coyuntura, a gatos amaestrados.

Las grandes instituciones multilaterales insisten, pese a estos problemas, en perseverar en la liberalización de los capitales. El código de liberalización de los capitales de la OCDE declara la obligación de eliminar las restricciones de los movimientos de capitales; el FMI, en su última reunión en Honk Kong, ha insistido en esta senda, y la pasada semana, Stanley Fischer, su número dos, ha propuesto de nuevo enmendar sus estatutos para poder obligar a sus socios, a medio plazo, a liberalizar plenamente su cuenta de capitales. El Tratado de Maastricht, en su artículo 73 B, indica que "quedan prohibidas todas las restricciones a los movimientos de capitales entre Estados miembros y entre Estados miembros y terceros países".

El asunto es si debe haber, una liberalización total sin regulación alguna; los movimientos de capitales han aumentado la eficacia de los mercados financieros, pero, al mismo tiempo, han incrementado su volatilidad e introducido nuevos elementos de riesgo para las zonas sacudidas. Por otra parte, su dimensión (no hay reservas de divisas que puedan aguantar las presiones especulativas) restringe de modo casi total la autonomía de las políticas monetarias nacionales y, por extensión, de las políticas económicas, lo que afecta incluso al concepto de Estado nación y de democracia. ¿Para qué elegir a gobiernos que tienen menos poder que los mercados? Alguien ha hablado del cuarteto incompatible: mercados abiertos de mercancías, servicios y financieros, tipos de cambios anclados a monedas tipos y autonomía monetaria estatal no pueden obtenerse simultáneamente.

Tres tipos de soluciones han emergido para paliar el descontrol de estos movimientos: una especie de gobierno supranacional de las relaciones monetarias internacionales (un FMI renovado); controles nacionales (por ejemplo, como los que estableció España en 1992 en momentos de fuerte presión sobre la peseta, consistentes en un depósito sin intereses de los incrementos de posiciones abiertas en divisas); o un impuesto sobre las transacciones en moneda extranjera, como el que propuso el Nobel de Economía James Tobin. Este gravamen -que sólo podría aplicarse mediante un acuerdo universal- tendría como objetivo reducir los incentivos de la especulación aumentando sus costes, y su recaudación serviría para reducir el déficit o la deuda pública de los países afectados por los movimientos de capitales.

De cómo se ha llegado a esta situación desde Bretton Woods trata el libro Sin orden ni concierto del catedrático de Economía Emilio Ontiveros, que apuesta por la primera de las soluciones: un Ejecutivo monetario mundial. No se trata de encontrar nuevos mitos o fuerzas ocultas que falsifiquen el origen de las crisis, pero tampoco de decir amén sólo a aquello que dictan con exclusividad los mercados.

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