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Tribuna
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El gran perdón ¿para quién?, ¿por qué?

No es extraño que la proximidad del año 2000 provoque balances, inventarlos y exámenes de conciencia. ¿Podemos estar orgullosos de este siglo XX? Sólo los astrofísicos y los genetistas lo creen sinceramente. La célebre frase de Rabelais, en el siglo XVI, "ciencia sin conciencia no es más que ruina para el alma" es perfectamente válida para nuestro siglo prometeico y maldito. Familiarizada con lo infinitamente grande y con lo infinitamente pequeño, nuestra mente se ha enriquecido desmesuradamente y nuestra alma se ha arruinado miserablemente.Nos equivocaríamos si pensáramos que el tener conciencia de esta ruina salva a los empresarios sin escrúpulos, a los grandes nombres de la ambición política y a los nuevos cruzados de la religión ultraliberal cuyas preocupaciones se repartirían en tapar las brechas producidas en el Muro del Dinero, tan pronto en México, tan pronto en Hong Kong. En el club más selecto de los que deciden en el mundo, el club de Davos, que es a los jefes de empresa lo que el G-7 a los Gobiernos, ya hay, ¡oh estupor!, un departamento dedicado al estudio de reparto de las riquezas e incluso a la pobreza y a la exclusión en el mundo. Se trata de la irrupción repentina de la conciencia de culpa en el Olimpo de los dioses del éxito y de la eficacia (de hecho, de lo inhumano).

A Ted Turner, célebre multimillonario de los medios de comunicación, que acaba de donar 500 millones de dólares (75.000 millones de pesetas) a la ONU, le preguntaron las razones de su crisis de altruismo. Respondió: "Al igual que mi amigo George Soros, también multimillonario, he comprendido que el cinismo era un lujo prohibido, que en nuestro éxito intervenía el azar y que había pagar el tributo". Todos reconocen que Ted Tumer no es un cualquiera, que no se le puede reducir a una máquina de hacer dinero y que su éxito no se debe sólo al azar. Pero, a pesar de todo, sus palabras son muy reveladoras. Yo no creo -como dicen en Estados Unidos los presbiterianos o los adventistas del Quinto Día- que a Ted Turner le preocupe el juicio final. Este hombre no da la impresión de temer el infierno o la condenación eterna. Además, no tiene ninguna razón para considerarse más pecador que los demás. Sobre todo porque en su país el éxito es casi un don. Los teóricos fundadores del capitalismo estadounidense, en especial Benjamin Franklin, proclamaban en voz alta que el dinero premiaba ante todo al mérito. Sólo que, hete aquí, llega un momento en que los que carecen de don, los proscritos de la suerte, los huérfanos del mérito, son demasiado numerosos y entonces el orden del mundo se perturba. Sobre todo, porque este desorden es la coronación de otros aún más considerables. En efecto, sabe mos que en este fin de siglo he mos perdido prácticamente todos nuestros instrumentos con ceptuales de previsión; es decir, todo lo que constituía el funda mento y la trama de nuestro equilibrio como civilización. Desde noviembre de 1989-es decir, desde la caída del muro de Berlín-, el mundo ha perdido en confusión y tribalismo lo que ha ganado en unidad y en solidaridad. Oscilamos constantemente entre la Aldea global, tan cara al sociólogo MacLuhan, y la Al dea inencontrable, tan cara al filósofo Lezlek Kolakovski. No sabemos si durante el primer tercio del tercer milenio asistiremos al "mestizaje convulsivo de culturas", tal y como lo previó Bernard Lewis, o al "choque de civilizaciones", como prevé Huntington, ambos profesores de la Universidad estadounidense de Princeton. Ningún economista en el mundo puede tampoco arriesgarse a poner fecha a la cercana supremacía de los chinos sobre EE UU. Ni al control del comercio de armas, del tráfico de drogas, del desastre ecológico y climático, de los flujos migratorios y, sobre todo, durante un periodo, de las nuevas guerras de religión. Lo que sabemos es que la Tierra será un mar de trastornos, de conmociones y de angustias, guarnecido con varios islotes protegidos de privilegios, lujo y tradiciones. También sabemos que esos islotes se convertirán muy rápidamente en fortalezas asediadas por todos lados. Así podemos comprender que lo que alberga los nuevos sentimientos de quienes toman decisiones no es sólo la mala conciencia, es el temor oscuro y contenido de que los privilegios no podrán durar y que no bastará con tener éxito para sobrevivir.

Es posible ver qué gran interrogante pesa sobre los hombres de este siglo cuando van a abandonarlo. Descubrimos esta carga imprevista en el inconsciente colectivo de los pueblos y en el imaginario de las culturas. Creíamos haber salido de la barbarie dominadora (nazi) o utópica (marxista) gracias al mérito materialista y científico. Y de pronto sale a la luz un conjunto de señales anunciadoras de un caos y, en todo caso, de una incertidumbre trascendente. Es una aventura singular la que vive este hombre del siglo XX que se creía un caballero de los tiempos modernos. No podemos evitar pensar en un libro de ese filósofo alemán, Friedrich Nietzsche, del que acabo de releer una obra publicada en 1886 y cuyo título es Más allá del bien y del mal. Nietzsche piensa que la verdad no tiene nada que ver con la felicidad y la moral. Una cosa puede ser verdad aunque sea nociva y peligrosa. Incluso puede que el destino fundamental del ser sea perecer por el conocimiento absoluto. La vida moral no hace más que debilitarnos para hacer frente a las agresiones de la existencia.

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Siempre según Nietzsche, el mundo no es ni bueno ni malo: no es más que una voluntad de poder. La moral no es más que una confesión del moralista. Existe la confesión de los amos y la de los esclavos. El tipo más logrado de moral de esclavos es el cristianismo, que, al oponer el ideal de la igualdad ante Dios a todos los instintos de poder, ha protegido todo lo que la raza tenía de enferma y de débil. Esta moral judeocristiana ha envilecido completamente a Europa. Por supuesto, en todas las morales de dominación se ha encontrado una dimensión nietzscheana. Incluso se la ha encontrado en las justificaciones que se dio a sí misma la religión cristiana, cuando se creía empresa de cruzadas, de Inquisición, de san Bartolomé, de trata de negros y de masacres de indios. Ante la amplitud de las barbaries, la incertidumbre de los objetivos, la confusión de los fines y los medios, la Iglesia católica se percata de que era necesario volver a la moral. Como señalaba un excelente librito colectivo publicado hace unos años en la colección Philosophie de Grasset, nos dijimos: "Por eso es por lo que ya no se puede ser nietzscheano". Por eso preferimos correr todos los riesgos de la hipocresía en vez de los del cinismo. A semejanza de Georges Bernanos, que decía que después de los campos de concentración "el nazismo había deshonrado definitivamente toda forma de antisemitismo".

Ahora declaramos que, tras los 100 millones de muertos del comunismo, tras la planificación nazi del exterminio de los judíos y de los gitanos, tras Ruanda y Argelia, que se inspiran en los sacrificios mexicanos, hay que saber lo que se prueba o lo que se rechaza. Tras esos centenares de millones de personas a las que la suerte, el azar o la providencia, el capitalismo o la anarquía, el fatalismo o la incompetencia, han sumido en la desesperación y el odio a la vida hay que intentar ver qué sentido puede quedarle a lo que sigue siendo un prodigio: recibir de alguien la vida y transmitirla a otro.

Un interesante libro de Luigi Accattoli (Cuando el Papa pide perdón) recuerda con qué obstinación Juan Pablo II siguió y amplió la petición de perdón

inaugurada por Juan Pablo XXIII y continuada por Pablo VI. Perdón por las víctimas de la Inquisición (1982), por los indios de América (1984), por la trata de negros (1985), por las guerras de religión y el integrismo (19 8 8), por el cisma de Oriente (1991). Juan Pablo II llamó a los judíos " nuestros hermanos mayores". Condenó su persecución, fuera cual fuera la época y fueran cuales fueran sus autores. Durante su visita a la sinagoga de Roma hizo referencia al patrimonio común y condenó la pasividad ante el holocausto. El Papa comprendió que la religión había contribuido a que se perdiera la razón y la Iglesia católica española se equivoca al negarse a pedir perdón.En Francia hemos asistido a sucesivas peticiones de perdón a los judíos por parte de los obispos; después, por el sindicato de policías y el Colegio de Médicos. Estas grandes manifestaciones de " arrepentimiento" han sido desagradablemente ocultadas por las convulsiones del juicio contra Maurice Papon, un antiguo funcionario de poca monta de Vichy que hoy tiene 87 años y que, al mismo tiempo, es el único superviviente entre sus colegas, el chivo expiatorio y, sin embargo, culpable de crímenes por colaboracionismo, tras haber sido gobernador civil con De Gaulle y ministro de Valéry Giscard d'Estaing. El juicio a este anciano ha hecho olvidar el sentido patético de esta sociedad francesa cuyas instituciones se interrogaban sobre sí mismas.

No obstante, ha habido tiempo para preguntarse por qué se sentía de repente esa necesidad de arrepentimiento. Ha habido todo tipo de interpretaciones, salvo la única que, sin embargo, considero que se impone. Es en este punto en el que nos volvemos a encontrar con el fin de siglo, el fin del milenio y el fin de las utopías. Hay un momento en que se plantean interrogantes sobre certidumbres. A falta de poder determinar en qué creemos totalmente, nos agarramos al rechazo de aquello en lo que ya no podemos creer. Lo he dicho más arriba: ya no podemos creer en ninguna fórma de nietzschismo. Descubrimos que aquello que nos reprochamos haber hecho podría ser el Mal y deducimos que lo que ya no debemos hacer se convierte en el Bien. De este modo, mediante el arrepentimiento, podemos no ya hacer penitencia u ofrecernos el espectáculo dostoievskiano y complaciente de la autoflagelación, sino volver a dar un sentido al Bien y al Mal y, de alguna forma, volver a sentar las bases de la moral. Es más, estamos en condiciones, a través de los ejemplos concretos actuales de cada día, de dotar de jurisprudencia a una ética reconsiderada y reasumida.

Querría añadir algo que personalmente me importa tanto como el resto. Según mi modo de ver, el arrepentimiento y la petición de perdón no son sólo una forma para volver a sentar las bases de la moral perdida o vacilante. Es una auténtica filosofía de la verdad. He aquí el porqué: ¿qué es una falta (un crimen, un delito, un pecado)? Es un acto que una sociedad de hombres juzga como tal, en función de una época y de determinadas formas de pensamiento. Incluso los preceptos de los Diez Mandamientos pudieron ser interpretados de acuerdo con las costumbres. Estamos básicamente inmersos en lo relativo, pues todo cambia: la falta, los jueces, la sociedad, las sanciones. Por lo tanto, ¿dónde está lo Absoluto? ¿Qué es lo que hace que sea verdad un crimen? Según mi opinión, una única cosa: la confesión del criminal acompañada del arrepentimiento.

¿Por qué en la Edad Media se infligía la tortura de "la pregunta" a los presuntos sospechosos o a los supuestamente poseídos? Ni el tirano ni los curas necesitaban una excusa para enviarlos a la muerte. Pero tenían que arrancar una confesión, sin la cual su propio juicio no tenía fundamento ante Dios. Todavía más: ¿por qué en los famosos juicios de Moscú, de Praga y de Budapest los jueces se empeñaban tanto en ver cómo sus víctimas se inculpaban de los peores males cuando sabían que estos acusados mentirían contra sí mismos? Por la sencilla razón de que necesitaban que la víctima, transformase la mentira en verdad mediante la virtud del arrepentimiento.

Si recomiendo que se perdone a los que se arrepienten es porque nos ofrecen el regalo inesperado de conferir a su falta una dimensión de absoluto. Llegaré incluso a decir que no existe una moral si sus fundamentos no son autentificados por el arrepentimiento.

Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

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