Un trago de ira
Cuando Hollywood le echó fuera, hacía tiempo que Fuller ya se había ido. En realidad nunca estuvo allí cuando estaba. Se largó por dentro -gruñendo tacos, masticando la punta de un habano, escupiendo lapos negros y con una copa inagotable de bourbon en la mano- al destierro neoyorquino y europeo y jamás le tentó el retorno, ni le perturbó su imposibilidad. Como Joseph Losey, a quien Fuller admiraba pero odiaba, iba a ser perpetuamente errante, a estar siempre fuera de donde estaba; al contrario que Orson WeIles y Nicholas Ray, los otros dos colosos exiliados del paraíso californiano, que jamás lograron que les abandonase la carcoma del abandono después de que les dieron la patada.Era un bicho raro, una especie de anarcoconfuso con afición a la ira y a la sublevación. Pero tenía un singularísimo talento. Le gustaba hacer películas de género, para poder dinamitar, hacer trizas desde dentro las convenciones genéricas. Sus trabajos más personales son precisamente Corredor sin retorno, Manos peligrosas y Una luz en el hampa, que siguen, con las variantes argumentales que se quiera, los trazados de la tradición del thriller, pero que dejan el esquema negro, la indagación de un hombre solitario en una selva urbana, hecha unos zorros, cuando no vuelta del revés. Lo mismo ocurre con sus poderosas películas bélicas, Invasión en Birmania y Casco de acero,- y con sus incatalogables películas del Oeste, El hombre que mató a Jesse James, Yuma y Cuarenta pistolas. Se sentía tanto más "autor", y tenía pasión por serlo, cuando echaba a andar en caminos y a recorridos y, una vez metido en ellos, los incendiaba.
Pocos como él alcanzaron a representar la violencia física con tanta delicadeza (recuérdese la pudorosa y elegante escena del asesinato, fuera de encuadre, de Thelma Ritter en Manos peligrosas) y con tanta brutalidad: recuérdese la feroz (una de las más duras y canallas de la historia del cine) escena inicial de Una luz en el hampa, en la que una prostituta calva convierte en un colador el cráneo de un chulo contra el que se subleva armada con uno de sus zapatos de tacón puntiaguado en funciones de zapapico. Su estilo era directo y escueto, sumamente funcional y de contundente eficacia: un plano equivale a un acto. Pero a veces, la cámara le contradecía con un vuelo o un adorno casi de ampulosidad barroca, que cortaba el rectilíneo encadenamiento de planos-actos con un circunloquio de imágenes o de réplicas especulativas, en ocasiones incluso estáticas hasta los bordes del misticismo, en las que dejaba suelta una sorprendente, y a veces farragosa, elocuencia que le conducía a hacer vibrantes exaltaciones del individualismo, proselitismo de la lírica del outsider, panfletos de anticomunista visceral y canonizaciones del perdedor, del apátrida (recuérdese en Yuma la conversión del soldado sudista Rod Steiger en un indio), del loco, del borracho, del errante; es decir: las sombras del actor frustrado, del periodista inconcluso, del poeta sin verso y del escritor sin pluma que herían por dentro a este superdotado director de películas, que nunca se conformó con hacer lo que mejor sabía hacer y buscaba con ahínco callejones sin salida en los que se sentía en su casa.
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