El aprendizaje de la libertad
Con sólo mencionar la palabra Institución vienen enseguida a la mente la dura represión de los primeros anos de la restauración monárquica protagonizados por Antonio Cánovas, y el nombre de Francisco Giner de los Ríos. Aparece con él una aguda conciencia del atraso de España que contrasta con la admiración hacia el Reino Unido. Y no porque no haya sabios en España que valgan como los extranjeros. Lo que no hay, según el diagnóstico de Giner, es un pueblo capaz de vivir con libertad de pensar, con opinión independiente y propia. No hay un país.Los fundadores de la Institución formularon, además del diagnóstico, la terapia. El problema español es en Giner y en su discípulo predilecto, Manuel Bartolomé Cossío, antes que nada un problema pedagógico. Giner ha visto la democracia en funcionamiento, la monarquía de Amadeo, la República Federal y la monarquía restaurada, que concede desde 1890 el sufragio universal. Denuncia en un caso los movimientos desordenados, la anarquía de las masas; en otro su pasividad, su inercia ante los manejos caciquiles. La democracia es ficticia si el pueblo no se interesa en ella, en los asuntos públicos. Deciden entonces que el problema no es estrictamente político, sino de aprendizaje de la libertad, de formación de ciudadanos, de educación. Ahora bien, no cualquier educación vale. Los institucionistas proponen un sistema del que deben salir ciudadanos activos, libres, inteligentes, preocupados por lo público, que desarrollen el espíritu cívico. Pero hay además en la Institución una mirada al horizonte de la incorporación de ciudadanos a las instituciones públicas. La educación política del pueblo deberá extinguir la falta de rectitud y de moralidad con el Estado, vicios arraigados de nuestras costumbres políticas. Los institucionistas tenían una limpia y un tanto ingenua fe en la eficacia moral de la instrucción, que proporcionaría una mayor aptitud para la vida en común y un mejor sentido de la tolerancia.
Al esfuerzo largo de educación y a la austeridad y los valores cívicos, añadieron los institucionistas la exigencia de salir a Europa, de investigar, de hacer ciencia. Todo esto es lo que constituyó el clima moral de la ILE y lo que impregnó los ambientes físicos que se dejaron penetrar de esas ideas. La obra de Jiménez-Landi tiene la gran virtud de revivirlos desde dentro. Es insustituible como fuente inagotable de datos, retratos de personas, detalles de la vida diaria, recopilación de decretos, de discursos. Jiménez-Landi enseña a mirar el pasado con nuevos ojos, porque un país que puede presentar una nómina como la que llena a rebosar los índices de su obra no merecía el destino que tuvo. Jiménez-Landi, con, el tesón oculto tras su apariencia frágil, estaba allí para avisarnos de que aquel momento existió y de que nada podrá construirse sin su recuerdo.
Babelia
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