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Hospitales

Así, a bote pronto, es imposible decir cuántos hospitales hay en Madrid, por no sé qué ventolera de estulticia que le tomó ojeriza a esta acogedora denominación. Las guías y prontuarios los ponen bajo otros epígrafes, quizá para distraer el posible ánimo contrito de quien pretenda localizarlos. En la letra hache no se encuentran. Son ciudades sanitarias: del Doce de Octubre, de La Paz, de Ramón y Cajal, y nos extraviamos para hallar los del Rey, del Niño Jesús, de la Princesa, de la Reina, si es que no han sido inmersos en sabe Dios qué distinta apelación. Ya señalaba un proverbio húngaro la inconveniencia de hacer las cosas sencillamente, cuando se pueden complicar. Con el de la Cruz Roja, el Gregorio Marañón y otros ya es cuestión de suerte averiguar la ubicación y los teléfonos. Parece como si nos diera vergüenza llamar a las cosas por su nombre.Un reciente percance, ligado a la condición masculina y a la provecta edad, me retuvo en el amplio y difuso complejo conocido por clínica de la Concepción, en el bloque comunicado de la Fundación Jiménez Díaz. Ahí se ocupan, con especial atención, de remendar los menudillos a los miembros de la Asociación de la Prensa de Madrid, y cabría decir que en ellos somos bien afortunados, incluso privilegiados, al contar con una espaciosa habitación de dos camas (el acompañante ha de facilitarlo uno mismo). Un par de butacas y un sillón de diseño danés o tal me pareció; el breve escritorio, la amplia mesilla de noche y el artefacto para comer en postura yacente. Esto último -que sólo he visto utilizar con soltura en las películas de Hollywood- y el lecho son los que, en realidad, usa el paciente, salvo largas estancias. Se completa el panorama con el cuarto de baño -que quizá se emplea los días de llegada y partida- y un armario con cinco baldas y capacidad para 10 trajes en sus perchas.

Nada que ver con la sórdida pinta que, poco a poco, va desterrándose de estos centros o ciudades, que se han desprendido del antiguo apelativo. Puedo recordar -vía familiar- aquellas enormes salas del antiguo Hospital General, anejó a la Facultad de Medicina, hoy Museo Reina Sofía, espejo de la ciudad doliente, olor a zotal y desesperanza, por las que circulaban, como sobre rodamiento de bolas, las monjas, acechando caritativamente al moribundo, con espíritu de sacrificio, abnegación y un aceptable nivel de incompetencia. El hospital era, muchas veces, vestíbulo de la fosa común y suministro de material barato para los estudiantes de anatomía. Hoy se suceden las promociones de médicos que no tuvieron ocasión de practicar una autopsia, y rara vez asistir a un parto. La verdad es que ignoro cómo se las arreglan, pero de alguna forma este asunto ha dejado de ser un problema específico.

Aquel triste ambiente desbarató mi poco firme vocación por el sendero de Esculapio, lo que no he cesado de lamentar. Los ricos iban a los sanatorios, que eran negocios particulares donde se moría igualmente, quizá con una más alta cuota de supervivencia a corto plazo, que los acreditaba. Bajo sagradas advocaciones solían encontrarse personalidades de supuesto prestigio científico, cuando Madrid, Barcelona y cualquier importante villa contaba apenas con no más de media docena de lo que se llamaban eminencias.La noche empapa el silencio ambiente y apenas se produce la impensable agitación de una urgencia. La jornada es, asimismo, discreta, sin aquel ajetreo de zoco que presencié, cuando visitaba a Chumy en otro centro, donde los pasillos eran transitados por niños bulliciosos, gente que alquilaba las primeras televisiones, novelas o revistas e incluso piadosas traficantes de medallas, estampitas y exvotos que extendían sobre el embozo de los que mostraban aspecto más desmejorado.

Otra novedad: la irrupción de la mujer. Mis días y noches estuvieron alegrados por la solicitud de las doctoras de guardia, las enfermeras, las diferentes empleadas que despojaban a mi cuarto del aspecto sanitario. La destilación del suero, gota a gota, y la continua instilación de agua estéril convertían la condición de varón caduco en algo patético y vulnerable, necesitado de protección. Como debe ser.

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