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42º FESTIVAL DE VALLADOLID

Liv Ullmann reanuda la apasionante, incursión de Ingmar Bergman en sus raíces familiares

Recital interpretativo de John Hurt en 'Amor y muerte en Long Island'

En 1992, el danés Bille August filmó Las mejores intenciones, un guión de Ingmar Bergman con el que este gigante inició una apasionante averiguación, dentro de las raíces de su identidad, en la tormenta íntima que fue la vida en común de sus padres. Ahora, una ex mujer de Bergman, la actriz noruega Liv Ullmann, reanuda en Confesiones privadas aquella incursión del cineasta sueco en sus sombras y dirige la magnífica prolongación de aquel guión con los mismos protagonistas: Pernilla August y Samuel Fröler. El resultado es un filme intenso, poderoso y bellísimo.

A estas alturas de la vida del octogenario patriarca del cine sueco Ingmar Bergman, su obra es mucho más que la de un gran artista,por excepcionales que sean sus dotes. Es la obra de un gigante de la imaginación.Hace casi dos décadas, desde que terminó Fanny y Alexander -su primera y lejana indagación en el ámbito familiar de donde proviene-, que Bergman no filma películas y ha concentrado sus últimas energías en la creación escénica y sobre todo en la escritura. Pero, a través de esta escritura, sigue componiendo cine, aunque sean otros quienes lo materialicen en imágenes.

El hilo de sus raíces familiares, del que tiró para tejer las más de seis horas de la versión integral de Fanny y Alexander, no quedó agotado en este monumental filme. Bergman siguió tirando de él para escribir hace unos años Las mejores intenciones y ahora Confesiones privadas. Y si aquella película se cerraba sobre una imagen de la maravillosa Pernilla August -que encarna a Anna Bergman, madre de Ingmar- semanas antes de parir a su hijo, ésta reanuda el relato del doloroso itinerario del matrimonio, ya nacido Bergman, en ef recodo donde estalló en un tormentoso enfrentamiento provocado, primero por el enamoramiento de Anna de otro (como Henrik, su marido) teólogo y pastor, Thomas Edberger, y después por la comprensión por la mujer de la turbadora mediocridad del hombre destinatario de su pasión y su retorno dentro de las paredes de su casa conyugal, ya fatalmente convertidas en los muros de una encerrona, de una cárcel íntima, corrosiva, ámbito de dos muertos en vida. Fue en la maraña de esa mazmorra íntima, susurrada, emocional, poblada por el si lencio y el rencor, donde Ingmar Bergman creció e hizo anidar y crecer su pasión de artista. Y es ahora Liv Ullmann, que sabe de que habla, porque compartió con él varios años de vida y de trabajo y es madre de una hija suya, quien convierte en imágenes las cuatro Confesiones privadas en las que Bergman explora con su taladro mental el perturbador pozo familiar sin fondo de donde procede.

El resultado es una obra mayor, serena pese a ser tumultuosa, en la que la casi hipnótica quietud de la cámara atrapa con precisión las angulaciones de los rostros de Pernilla August, Samuel Fröler, Max von Sydow y Thomas Hanzon, cuatro colosales intérpretes situados en las cuatro esquinas de un combate de espíritus que hay que poner entre lo más penetrante del cine actual.

Casi siempre, en esta batalla de ideas y silencios, de palabras y emociones, domina el abrumador peso de la escritura de Bergman.. Pero hay momentos singulares en que la mujer Ullmann se adentra sola en la mujer Bergman y despliega sagacidad e inteligencia, como ocurre en la memorable escena en que Anna Bergman se da cuenta aterrada de la pequeñez de su amante y de forma brusca y refleja percibe la grandeza de la soledad de su marido.

Y delega Liv Ullmann ésta su hondura con generosidad: "Sólo quien, como Pernilla August, se ha formado en los teatros puede interpretar con esa confianza ante una cámara. Ninguna actriz exclusivamente cinematográfica lo habría logrado". Bella frase, cargada de verdad, que es aplicable al exquisito recital que John Hurt, un todoterreno británico que comenzó a asombrar hace mucho tiempo en El hombre elefante, nos regala en Amor y muerte en Long Island, preciosa película llena de humor, pero que paradójicamente cojea por exceso de talento en este actor, pues su enorme talla artística convierte en un coro de pigmeos al reparto del filme, -formado por profesionales comunes arrugados ante la presencia de un intérprete descomunal.

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