Turismo otoñal
Cuando el verano nos deja, muchos turistas foráneos se aferran cual lapas a Madrid, o descienden entonces sobre él, para disfrutar de nuestro hermosísimo otoño temprano, sin duda la estación óptima de la ciudad. Por la mañana cumplen rigurosamente con el ritual museístico. La gema es el Prado, y a él acuden a miríadas. Quizá se compren en lo! puestos aledaños, bajo los frondosos árboles del paseo, copias baratas de La maja desnuda o del Cristo de Velázquez, según sus naturales predisposiciones, y acaso mister John Smith, fontanero jubilado de Manchester, se deje convencer para que impriman su nombre en un cartel taurino junto a famosos matadores vivos o muertos, de Manolete para abajo. Luego, ufano, penetrará con sus missus en nuestra magnífica pinacoteca. Y, cuando se en frente con la fealdad grotesca de nuestra antigua realeza, particularmente Carlos IV, María Luisa y Fernando VII, pensará, como yo, que tuvieron que ser todavía mucho más feos, pues en caso contrario habrían enviado al cadalso a su pintor de corte. Claro que, como no hay mal que por bien no venga, que dijo el otro, esto le servirá para reconciliarse con su propia realeza: hasta Carlos, hasta Ana, hasta la mismísima mistress Camilla Parker-Bowles resultan agraciados en comparanza.El turismo paquetero es cosa del estío. No digo que ahora no siga funcionando, pero sí que en esta época se ven muchos más turistas individuales, o acaso escindidos del paquete, no estoy seguro. ¡Y ellos sí que saben! Sobre todo los británicos, precisamente. Porque perdieron su imperio y sus colonias (menos Gibraltar y algunos otros vestigios no menos fósiles), descendieron dramáticamente sus posibilidades de exóticas aventuras y exploraciones heroicas, pero en el fondo de sus corazoncitos sigue ardiendo una llama pigmea que es nieta o bisnieta de la que prendió los afanes transhumantes del capitán Cook, Lawrence de Arabia, Livingstone y Stanley o el verniano Phileas Fogg. Son fantásticos. Voy a Patones de Arriba, y allí están ellos. A otros pueblos más ignotos de nuestra Comunidad.
Pero volvamos a nuestra historia capitalina: estos turistas otoñales, que suelen serlo tanto por la estación como por la cronología, muestran gran sibaritismo, al menos en cuestión solar, de modo que, tras su inmersión cultural, a la hora del almuerzo, suelen derivar hacia esa ágora-solárium inimitable que es nuestra plaza Mayor. Los más pudientes se van a comer cochinillo al restaurante más antiguo y evocador de Madrid, en la calle de Cuchilleros, mientras los demás van posándose, cara al sol, por las terrazas de bares y restaurantes de la propia plaza. Devorarán pulpo fláccido presuntamente a la gallega, jamón ibérico con claros síntomas de subdesarrollo porcino, o paellas amarillas con señoras muertas tumbadas a la bartola sobre su superficie, o tortillonas zapateras de la Hispanidad doliente. Mucho pan y bastante cerveza, eso sí. Y como el sol se acuesta allí muy temprano, escondiéndose tras los tejados herrerianos, luego, ahítos y felices, se desplazarán a buscarlo a la plaza de Oriente.
Que, digan lo que digan las lenguas de doble filo, no está tan mal. ¿Dónde podrá contemplarse un crepúsculo tan bello como el que se atisba desde las rejas de la Armería? Además, no es cierto que la reforma de la plaza haya perjudicado a todo el mundo, porque el café de nuestro clérigo-restaurador más amado mejoró su terraza notablemente, y hasta allí se dirigen en bee-line (en derechura) nuestros inglesones. No hay sitio, cual suele suceder todas las tardes, pero ellos se las saben todas, ya hemos quedado, así que prosiguen su rumbo sin inmutarse hasta la que el mismo eclesiástico regenta en su taberna de la calle de Felipe IV, frente a la fachada norte del Real, no menos estupenda y acaso más a la medida de los "líricos contemplativos". Porque allí, a medida que avanza la tarde, va penetrando el sol en diagonal y encendiéndolo todo, y durante algún tiempo, hasta que se esconde tras los ornamentos cimeros de palacio, viste gloriosamente de oro las cabezas de los turistas y también sus cervezas, en un momento de inconmensurable, beatífica plenitud.
De Madrid al cielo, y un agujerito para verlo.
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