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Los enemigos de Gutenberg

El libro impreso, que nació en Maguncia un día de 1456 con la famosa Biblia de Gutenberg, de la mano del célebre inventor de los caracteres móviles de metal fundido, y que en España vio la luz en 1472 con el Sinodal de Aguilafuente, que se conserva en la catedral de Segovia, corre estos días, en nuestro país, riesgo de extinción si prospera en las Cortes la medida que ha introducido la ministra de Educación y Cultura en el proyecto de Ley de Acompañamiento a los Presupuestos Generales del Estado. Dicha medida autoriza la concesión de descuentos crecientes -del 25% en el próximo año y ¡hasta del 100% desde que se inicie el nuevo siglo!- en los libros de texto de primera y segunda enseñanza obligatoria, con algunas excepciones. Es decir, se da un galletazo a la política del precio fijo que, para editores y libreros, es la condición esencial de la sanidad y continuidad de la industria del libro. Los lectores de EL PAÍS han tenido estos días detallada información de este estropicio, que ha motivado un Manifiesto de defensa del libro lanzado por los gremios de editores y de libreros de toda España, al que se han adherido muchos autores conscientes del peligro.Vender un libro por debajo del precio de compra sólo tiene un motivo: que el halagado cliente compre otras cosas. en el mismo establecimiento, y que el beneficio de esos otros productos supere la pérdida de aquellos libros rebajados que actúan como cimbel. Pero esto sólo pueden hacerlo las grandes superficies en las que la venta de libros de texto representa un pequeño porcentaje de su cifra global de negocio y no las pequeñas librerías, que nunca alcanzan ganar en ningún libro -sea de texto o no- más allá de un 10% de su precio al público. Si esos criticados establecimientos diesen los descuentos anunciados -y su peso sería tanto mayor cuanto más represente el libro escolar en su cifra de ventas-, no podrían compensar esa pérdida con la venta de otros libros de diversos géneros literarios. El comercio del libro, como saben los economistas, es de elasticidad reducida.

Corren, pues, esas librerías el peligro de su forzosa desaparición y paro consecuente de su personal. El cliente, al no recibir esos descuentos masivos, irá a surtirse en las grandes superficies -buenas difusoras del libro, por otra parte- y éstas adquirirán una prepotencia excesiva frente al editor, le exigirán mayores descuentos, lo cual sólo es posible subiendo el precio del libro. Porque, al igual que la falsa moneda desplaza a la buena, el precio libre no se limitará, en la práctica o por ampliación de esta ley, a los libros escolares, sino a todo tipo de libros, incluidos los exceptuados en la medida en ciernes. Es como cuando se saca un libro de, un montón: se caen todos. Y al no tratarse de títulos necesarios -porque los exija el organismo escolar correspondiente-, el aumento inevitable de su precio llevará a la restricción y hasta a la imposibilidad de su edición. Si los autores noveles se quejan, a veces con razón, de la dificultad de encontrar editor piensen un momento cómo se verían al reducirse el número de editores.

"La sociedad española democrática es hija del libro", decía en 1935 un famoso escritor cuyo apellido llevo; "es el triunfo del libro escrito sobre el libro revelado por Dios y sobre el libro de las leyes dictadas por la autocracia. ( ... ) Ello es que, volatilizadas la autoridad tradicional y carismática, no queda más instancia última en que fundar todo lo social que el libro". Esto sigue siendo cierto aunque, desde entonces, la informática y los ordenadores estén protagonizando la comunicación colectiva y personal. Pero nunca sustituirán a esa relación peculiar entre el lector y el libro, en la que el editor sigue siendo el eslabón imprescindible para transmitir la intimidad del autor, a veces explosiva, a la intimidad del lector, con frecuencia hermética. La lectura consiste precisamente en ese contacto de intimidades, al resplandor discreto de la palabra impresa, que no logran dar nunca las pantallas del ordenador o de la televisión, sin que esto signifique negar sus muchas virtudes.

La tragedia surge cuando no hay editores que se atrevan con los autores creadores, siempre adelantados a su tiempo, o que haya excesiva sequía de autores que tengan algo nuevo que decir. "Es imposible olvidar", decía Octavio Paz, "que la existencia de nuestra literatura se debe no sólo al genio y talento de nuestros grandes poetas y escritores, sino también a la acción de muchos editores arrojados e inteligentes".

El porvenir del libro, aparentemente amenazado por la televisión, depende de que la buena costumbre de leer se extienda lo más posible. Fomentar la lectura es la gran misión de un Ministerio de Educación y Cultura, y eso se consigue con una intensa política de bibliotecas y un apoyo decidido a las librerías -pequeñas y grandes- de creación, en las que el librero orienta y aconseja al cliente, las cuales, naturalmente, deben modernizarse y estar presentes también en Internet, en cuya red navega estos días un pez peligroso llamado Amazon.com, "la mayor librería de la Tierra" -según ella misma se califica-, al proponer a la venta más de dos millones de títulos. Pero ese ministerio debe olvidarse de premios literarios, ediciones subvencionadas y otras vanidades, y, sobre todo, no debe poner la zancadilla, como en este momento, a los editores de libros de texto. Las nefastas consecuencias señaladas no nacen de una opinión mía, sino de la experiencia real habida en países, ciertamente cultivados, como Francia e Inglaterra. Y al ser numerosos los editores españoles de libros de enseñanza -¡no uno sólo ni un único importante, señor Álvarez Cascos!-, su sana competencia ha llevado a producir libros escolares de grato aspecto y, en general, de responsable contenido, tan conveniente para que los alumnos se aficionen a la lectura desde su infancia.

Yo pienso que nuestra activa ministra de Educación y Cultura se encontró un día, al entrar en su despacho, con la ventana abierta por la que el viento se había llevado las instrucciones que tenía en su mesa para su director general del Libro, el cual, este diciembre en Bruselas, siguiéndolas, había pronunciado estas sensatas palabras: "El mantenimiento de la normativa legal que regula el precio fijo de los libros se basa en el reconocimiento del libro como producto esencialmente cultural, en cuya adquisición se debe garantizar la igualdad de oportunidades de los ciudadanos". Pero, sin duda, alguien, en la mesa de doña Esperanza Aguirre, había puesto otra partitura.

Hay que decir que es muy loable su propósito de aligerar el bolsillo de los padres en esos terribles septiembres, pero hay procedimientos más eficaces que no desmoronan la industria editorial. Aunque soy ya un antiguo editor, se me ocurre uno muy sencillo: desgravar en la base del IRPF una cantidad determinada por adquisición de libros de texto; si, además, esa desgravación se aplicara sólo a las rentas modestas, resultaría por añadidura mucho más justo.

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