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Reportaje:

Las 24 puertas de la miseria

Los olvidados de la ciudad malviven en la miseria de una oscura galería de la fábrica de Boetticher y Navarro

En Villaverde, al borde de la avenida de Andalucía, hay un corredor que conduce al infierno. Es un pasillo de 12 puertas a cada lado, cuyos vecinos no constan más que en el censo de la policía y cuyas violentas noches se iluminan con antorchas a falta de luz eléctrica. Alguien, en una de esas puertas, bautizó con pintura roja este gueto, el más sórdido de la capital, como avenida de Golo-Golo. Se trata de una galería de unos 50 metros de largo y dos de ancho, situada en la primera planta de la fábrica abandonada de Boetticher y Navarro. Allí recaló hace 13 meses el aluvión de prostitutas, proxenetas e inmigrantes liberianos, angoleños y nigerianos (64 en total) que malvivían, antes de su expulsión, bajo el puente de Méndez Álvaro.En un principio se alojaron, con tiendas de campaña hechas con bolsas de basura y lonas, en la planta baja; la presión de sus propios desperdicios les empujó luego a la primera planta, que compartimentaron con planchas de madera en 24 cubículos, creando así la avenida de Golo-Golo. Un lugar sin agua ni luz ni servicios sanitarios (las necesidades se satisfacen en el suelo de la tercera planta) y en el que la policía no las tiene todas consigo a la hora de entrar. Un espacio olvidado por el Ayuntamiento y la Comunidad, donde las prostitutas yacen en cualquier camastro, los yonquis pululan en busca de alivio, los inmigrantes, ilegales, desconfían de, las visitas y todos se temen.

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El pasado martes, al filo de mediodía, el corredor despertaba. Antes había permanecido en un vacío sólo animado por las toses rotas procedentes de los cuartuchos y los oscilantes paseos de Whisky y Kube, dos perros callejeros. Poco a poco, algunas puertas empezaron a abrirse. En el corredor, oscuro como un túnel, se deslizaban las sombras de los más madrugadores.

María anda con paso prieto. Viste un pantalón de chándal y un jersey de una lana casi tan negra como su pelo. Al oír que la llaman, mira de frente y muestra una sonrisa picada. Luego pregunta: -"¿Eres policía?". La mujer, de 30 años, ejerce la prostitución en los alrededores de la fábrica, a la que acude para comprar micras de heroína (500 pesetas). Cuando su camello pasa por su lado, ella, como un imán, le sigue hasta el fondo de la avenida de Golo-Golo. Ambos se pierden en un habitáculo. A los cinco minutos salen.

"Aquí no hay ley"

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María, menuda y coqueta, ha perdido aspereza. Se apoya contra una puerta, pintada con los colores de la bandera de Jamaica, y rememora sus noches en el corredor: "Aquí no hay ley. Todos quieren mandar. Por la noche, cada uno pone la música de su pueblo a todo volumen y, como no hay luz, clavan en los pilares una antorchas y encienden hogueras para calentar su comida. Bailan, gritan, se vuelven locos. Es algo que marea. A mí me han pegado dos veces. Siempre el mismo y porque le había dejado a deber dinero. Una vez me agarró del brazo, de noche, y me metió en su cuarto, ése de allí. No hablaba, sólo me pegaba patadas, puñetazos en la cara, en los pechos. Tira y tira. El tío se ponía cachondo dándome de leches y yo, por más que gritaba, nadie me oía. La música estaba muy fuerte. Cuando se cansó, me lanzó al pasillo".María, que fue quiosquera en el barrio de San Cristóbal" asegura que quiere abandonar el corredor y buscar ayuda en la Asociación para la Prevención, Reinserción y Atención de la Mujer Prostituida, la única que entra en el gueto. "Los de aquí, nos dejan trabajar, pero esto es excesivo; hay violencia, armas, todo lo malo. Mucha juventud del barrio se ha enganchado aquí. Los gitanos, en cambio, son mejores", dice María.

Tras una columna, otra prostituta guarda silencio. Son las 12.30 y su "novio", que acaba de despertar, anda por el pasillo. Se llama Antonio y luce las canas propias de sus 60 años. Se le ve malhumorado. Tose, escupe y rememora viejas glorias. "Yo fui boxeador; todos se apartaban a mi paso. Vivía en Móstoles, de cine".

-¿Y cómo llegó aquí?Antonio lanza una mirada agria al interlocutor. "¿Que cómo llegué aquí? Pues andando, no te jode, pero qué gilipolleces dice éste; pues andando, ¿cómo si no?". Antonio, con el calzoncillo color crema asomándole por el pantalón, se mete pasillo adentro, refunfuñando. Poco después vomitará. Recobrado, vuelve a acercarse para pedir algo, dinero, un poco de pan, un cigarrillo, lo que sea.

Ya con el pitillo en la mano, se tranquiliza y se muestra dispuesto a enseñar su cubículo. En apenas 10 metros cuadrados ha dispuesto dos colchones, a los que los lamparones dan un color oscuro. En la pared, de maderas y cartón, cuelga una fotografía de Sanchis, del Real Madrid, con el brazalete de capitán. Por el suelo se desperdigan botellines de agua vacíos, pañuelos de papel, hojas de periódico. Al fondo, el pavés deja caer sobre un colchón la luz del sol y descubre un saco de dormir en el que se percibe un continuo temblor. Debajo está durmiendo otra prostituta, también "novia" de Antonio. Encima de su cabeza, en tres clavos, ha dejado colgada su ropa: una camisa blanca, una chaqueta de paño marrón y unos vaqueros. La presencia de extraños en la habitación no le molesta. Sigue durmiendo.

Otras dos personas salen al pasillo. Ambos son liberianos y se chillan en inglés. El más grande dice llamarse Johnny, viste un jersey de lana de cuello alto, y aunque en principio se inquieta por la presencia de gente nueva en el corredor, después se ríe y confiesa que le gusta hablar, De un tirón, apoyado en una columna llena de la cera de las velas que se han consumido la noche anterior, cuenta: "Hace siete años, cuando tenía 21, pasé de mi país a Sierra Leona, ¿sabes? Me fui al puerto de la ciudad de Freetown y esperé a que llegara cualquier barco con una bandera que no fuera de África. Me daba igual. Me monté en uno y me escondí en la chimenea. Yo he trabajado en barcos, ¿sabes?, y conozco los lugares donde nadie mira. Por la noche iba a la cocina a comer, y así durante una semana. El barco era español y por eso llegué a Valencia. De Valencia, a Madrid. Y ahora, aquí. No mereció la pena, pero tampoco quiero volver. Esto es un asco, nadie se ocupa de nosotros, una vez vinieron muchos hombres con corbata y luego se marcharon".

Johnny prefiere que: nadie entre en su cuarto. "Vivo con un amigo y ahora la puerta está cerrada", se excusa. "Vendo tabaco en el metro, pero ahora todo está mal, hay muchos guardias jurados. A veces gano 2.000 pesetas al día; a veces, más, y a veces, nada". El estrépito de un portazo le acalla. De un cuarto acaba de salir un inmigrante altísimo, de pelo largo y revuelto, que camina con bamboleo de drogado y que canta en sordina. "Está loco", advierte Johnny, "ha combatido mucho en la guerra de Liberia y es peligroso".El ex soldado se pierde en la escalera y Johnny vuelve a hablar. Cuenta que el agua se la compra a unos gitanos que viven cerca, a 100 pesetas por garrafa, y que en las noches de frío algunas prostitutas que viven en la calle llaman a su puerta para dormir en su cuarto. "Pero no las toco eh", indica. De repente se yergue y dice, muy serio, que antes de diciembre viajará a Estados Unidos. "Porque yo sé los sitios de los barcos donde nadie mira", repite.Peter, el amigo de Johnny, viste un polo Burberry's verde manzana, botas negras con refuerzos de acero en la puntera y en el talón y una chaqueta de lana. Tiene una navaja en la mano y un sueño en la cabeza. Con la navaja, abierta y de doble filo, corta el aire; su sueño vuela más bajo: "Quiero agua, mucha agua limpia, y puré de patatas y también carne, ¿sabes?, una carne bien grande para prepararla como en nuestra fierra, con fuego y picante de ese que es como bolitas". Peter ha empezado a balancearse como un junco.

"¡Ah!, y también quisiera harina y tomates muy rojos". Peter, elástico, se mueve ahora con más fuerza que nunca. A sus espaldas, la luz que se cuela por las lucernas se derrama en la planta baja de la antigua fábrica. Los rayos caldean las bolsas de basura, las boñigas, los restos de jeringuillas. El inmenso hedor de la nave se confunde con las palabras de Peter. "Y que no se te olvide traer espinacas; sí, espinacas, por favor, espinacas". Sus ojos, amarillos y caídos, se han agrandado. Su sueño ha terminado. Una vez de vuelta al corredor, la navaja vuelve a jugar en su mano. La lanza contra una de las paredes. El filo se clava en una puerta de la avenida de Golo-Golo en el que su dueño ha escrito: "La casa de la suerte".

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