La venda es humanitaria, la solución es política
La ayuda oficial al desarollo ya no está considerada como una prioridad para los países desarrollados del Norte. Criticada por muchos, afectada por la imagen negativa de la corrupción y la falta de eficacia, ha provocado en muchos países occidentales -afortunadamente aún no en España- la llamada "fatiga del donante". La consecuencia es la continua reducción de la ayuda oficial al desarrollo que hace cinco años alcanzaba el 0,33% del producto nacional bruto de los principales países industrializados y el año pasado sólo representaba el 0,27%. Esta tendencia mundial es más acusada por parte de Estados Unidos que de la Unión Europea, que lleva a cabo por sí sola casi la mitad del esfuerzo mundial.El cansancio de los donantes empieza también a afectar a la ayuda humanitaria. La frecuencia y la duración de la crisis, la supuesta carencia de eficacia de las intervenciones, la falta de respeto que militares o guerrilleros muestran sobre el terreno hacia los humanitarios han contribuido probablemente a provocar un cierto hartazgo. Hay un riesgo de saturación de la opinión pública, y ello a pesar de que la ayuda humanitria -a diferencia de otros tipos de ayuda- se hace llegar directamente a las víctimas y no se tramita a través de los Gobiernos. El volumen de los recursos dedicados a esta asistencia alcanza ahora un nivel sin precedentes -desde que la Comisión Europea creó su Oficina de Ayuda Humanitaria (ECHO), hace hoy cinco años, se han multiplicado por siete hasta alcanzar los 120.000 millones de pesetas anuales-, pero es harto difícil que sigan creciendo por mucho que se prolonguen o se agudicen las catástrofes o que la suspensión de programas de cooperacion obligue a los humanitarios a actuar para proveer un mínimo de ayuda.
Aquí también los europeos llevan la voz cantante. ECHO y los 15 Estados miembros suministran algo más de la mitad de la ayuda humanitaria mundial. El esfuerzo es, de todas formas, insuficiente porque una cuarta parte de la población mundial vive en la pobreza más absoluta; hay en el mundo más de 800 millones de analfabetos; todos los años siguen muriendo de hambre y malnutrición 45 millones de seres humanos y hay 50 millones de refugiados y desplazados.
Si no vamos a disponer de más recursos para aliviar a las víctimas de las tragedias, ¿cómo podemos utilizar mejor los actuales? No es fácil imaginar o reflexionar sobre el futuro de la ayuda humanitaria. Acaso tengamos que esperar a que el entorno se aclare un poco antes de hacer vaticinios. Se puede, no obstante, esbozar algunas pistas.
Mejorar la eficacia de la ayuda humanitaria, es decir, socorrer mejor a un mayor número de víctimas, en un contexto caracterizado por la disciplina presupuestaria y una menor presencia del sector público, significa otorgar a las organizaciones no gubernamentales (ONG) un papel cada vez más importante. La relación coste/eficacia de las ONG no tiene parangón con la de las agencias estatales, las de Naciones Unidas o incluso el sector privado. Con menos dinero consiguen en la mayoría de los casos resultados más positivos. Vinculan además a la sociedad donante con la beneficiaria de la ayuda gracias a una "capilaridad" de la que carecen otros actores de la cooperación. Constituyen, por último, una de las pocas, fuentes de empleo en una Europa con 18 millones de parados. De ahí que, para organizaciones como ECHO, sea necesario fortalecer sus vínculos con las ONG para asegurar la eficacia y la rapidez del envío y distribución de la ayuda.
Aquellos que como ECHO nos dedicamos a este tipo de ayudas debemos también reforzar nuestra acción en el terreno de los valores y de los principios humanitarios fundamentales. Debemos ser cada vez más intransigentes en lo que los ingleses denominan la advocacy, la denuncia de las violaciones de los valores, humanitarios. La comisaria Emma Bonino lo repite hasta la saciedad porque ahora es más necesario que nunca. Nunca antes en la historia de la humanidad habíamos asistido como ahora a una violación tan sistemática de estos principios que tienen alcance universal y que no pueden considerarse sólo "occidentales". Basta un dato para ilustrarlo. Hace tan sólo unas décadas disparar contra la Cruz Roja era delito, pero ahora asistimos con frecuencia a la caza de los humanitarios. En 1996 han muerto más voluntarios y profesionales de la ayuda que militares en las zonas de conflicto. En éste contexto resulta necesario crear el Tribunal Permanente Internacional de Crímenes Contra la Humanidad, inspirado en el que en La Haya ha juzgado a algunos de los responsables de las matanzas en Bosnia. La experiencia de estas últimas décadas nos demuestra que no es posible una verdadera paz sin justicia.
Pretender que, paralelamente a la globalización de la economía, se produzca una globalización de valores universales no debe impedimos ser conscientes de los límites de la acción humanitaria. El humanitario es como el bombero, que acude a apagar un incendio pero que no podrá ejercer su oficio si alguien armado se lo impide, y tampoco podrá perseguir a los pirómanos o genocidas. Está claro que la labor humanitaria no puede por sí sola resolver la crisis. La diplomacia preventiva puede evitar su estallido y, si no lo logra, la intervención política y militar es la que debe intentar atajarlas. Ésta es la única alternativa eficaz al mero tratamiento humanitario de. las crisis. Es la única solución que permite evitar los gastos ingentes y, lo que es más grave, pérdidas irreparables de vidas humanas.
Tengo dudas de que la Unión Europea esté capacitada para hacer frente a una tarea tan compleja como la prevención de conflictos y, si fracasa, a la utilización de la fuerza para acallarlos. No basta con tener la voluntad política. Hay que disponer de una auténtica política exterior común y de los mecanismos para ponerla en práctica. La política exterior esbozada en el Tratado de Maastricht es embrionaria. El Tratado de Amsterdam, que acaba de ser firmado, no va mucho más lejos. La Unión no dispone aún de una auténtica política exterior y de seguridad común digna de ese nombre.
Varios conflictos pero especialmente el de Yugoslavia a cuyo estallido y desarrollo la Unión ha asistido impotente, han puesto de relieve lo que la Europa comunitaria no puede seguir siendo: un gigante económico, un enano político y un gusano militar. Ya va siendo hora de que su peso político se corresponda con el económico y con su autoridad moral como tierra de valores humanos. Si lo lograse, contribuiría, más allá de su esfuerzo material, a apagar conflagraciones. Ésa sería su más preciosa contribución a la causa humanitaria.
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