¿El fin de la empresa pública industrial?
Todos coincidiremos en que pasado un año y medio de Gobierno del PP, resulta inequívoca su vocación privatizadora, especialmente en cuanto a la empresa pública industrial se refiere. El problema es que esta vocación política parece implicar el final de la empresa pública industrial.Así, el acuerdo del Consejo de Ministros del 28 de junio de 1996 fijó como objetivo "la salida de la órbita del Estado de toda la cartera industrial del mismo...".
Las privatizaciones de grandes empresas públicas realizadas (Repsol, Telefónica, Corporación Siderúrgica Integral, Inespal) y las anunciadas (Aldeasa, Endesa, etcétera) y el Real Decreto Ley 15/1997 de 5 de septiembre pasado, por el que, se suprime la Agencia Industrial del Estado (AIE), sin que llegue a cumplir dos años, pasando sus empresas al ámbito de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI), operación cuya finalidad es que estas empresas. dependan de un accionista sin posibilidad de apelar a los Presupuestos del Estado y, por tanto, facilitar las privatizaciones a medio plazo, corroboran esta intención.
Parece que nos aguarda un futuro en el que el Estado sólo tendrá empresas inviables y, por tanto, invendibles, salvo que éstas puedan ser cerradas. Y aunque el debate sobre el papel de la empresa pública industrial tal vez corresponde al pasado, creo que hay una serie de cuestiones que todavía deben ser debatidas.Concretamente, cabe preguntarse si España es ya un país lo suficientemente maduro y avanzado como para que ya no sea necesario un sector público industrial, y, por tanto, la mejor política industrial será promover unas condiciones lo más favorables posible que el resto lo hará la propia dinámica del mercado.A pesar de que el proceso de convergencia hacia la moneda única está posibilitando unas macromagnitudes similares a las de otros países europeos, subsisten aún problemas estructurales específicos en nuestra industria: relación banca-empresas, dispersión y complejidad legislativa, dificultades para acceder o salir de la actividad industrial, falta de economías de escala y alcance, etcétera; muchos de ellos fruto de carencias en otros ámbitos como la educación, la fiscalidad o el laboral, que dificultan comparativamente la actividad empresarial e indutrial en España.También cabe interrogarse sobre la divergente dinámica de una empresa pública industrial menguante, frente a un imparable crecimiento de la empresa pública a nivel local y autonómico.
. Debemos recordar que una parte fundamental del tejido industrial y de servicios español, bien en manos de empresas extranjeras o que suponen una parte importante de la capitalización bursátil, o que todavía pertenecen al sector público, ha sido posible gracias a una fuerte apuesta por la empresa pública, eso sí, muchas veces con fuerte coste sobre el erario público.
El Estado es un accionista menos exigente que el privado, lo que tiene ciertas ventajas para la empresa a, medio plazo, al propiciarse una mayor capitalización cuando hay beneficios. También es cierto que el Estado ha soportado pérdidas durante mucho más tiempo que un privado lo hubiera hecho. De ahí que con razón muchos digan que a la empresa pública no se la deja quebrar. Pero también si no hubiéramos "aguantado el tirón", ahora nos encontraríamos una España sin Seat, sin siderurgia, aluminio, construcción naval, líneas aéreas, fertilizante, pasta de papel, y otra empresas o industrias. Y, posiblemente, estaríamos comprando estos productos o servicios a nuestros vecinos de la UE. En otras palabras, la aportación de la industria a la economía española hoy sería muy inferior de no haber sido por la empresa pública. Y todo esto, sin duda, es historia; pero ¿tanto han cambiado las circunstancias?
Todo lo anterior no significa estar en contra de privatizar, sino sólo discrepar acerca de que la empresa pública industrial ya no debe jugar papel alguno.
Una privatización no se debe plantear en términos de todo o nada. Es muy positivo que la empresa pública pueda compartir mesa y mantel con accionistas privados lo que disciplina al Estado como propietario (o si no, ¿quién iba a ser socio de un accionista indolente o incompetente?), y blinda a la empresa de intromisiones políticas, la hace homologable en sus comportamientos con las privadas y la disciplina financieramente.
Además, muchas privatizaciones han sido y son necesarias por coherencia financiera o por racionalidad industrial y tecnológica. En otras palabras, lo que se ha logrado con las privatizaciones ha sido lograr economías de escala y alcance y atraer inversión, gestión y tecnología extranjeras.
Pero España todavía sigue siendo un país con un importante déficit de empresariado industrial, y de empresas de cierta magnitud, y el sector público empresarial, que ha venido cubriendo importantes carencias, puede y debe seguir jugando un papel.
La presencia del sector público empresarial en tiempos como los que corren debe ser posiblemente menor que en el pasado, y, dados los profundos cambios tecnológicos y regulatorios que estamos viviendo, repensada. Pero surgen nuevos retos y posibles campos de actuación, desde luego de alto riesgo, como el medio ambiente, la industria espacial, la biotecnología, el ocio, y nuevos nichos en sectores tradicionales, que pudieran requerir del impulso inicial del sector público.
La presencia del Estado como empresario se justifica también en la carencia de grades grupos industriales nacionales estables (especialmente en momentos en los que gran parte de los grandes bancos profesan una vocación meramente financiera en sus inversiones), presentes en sectores de alta síntesis, capaces de arrastrar y fomentar una transformación de la pyme hacia un nuevo escenario cada vez más global, donde el tamaño y la capitalización es condición indispensable para internacionalizar la actividad, absorber la I+D, mejorar los procesos, la calidad y el diseño, lanzar nuevos productos, y, para triunfar en el mercado.
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