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El nuevo narcicismo de Estados Unidos

Fernando Vallespín

Ciertos círculos mediáticos e intelectuales de los EE UU andan un poco inquietos por la imagen triunfalista y la jactancia con la que se presenta su país ante el mundo. Hace poco la revista Time (4 de agosto de 1997) se preguntaba si no estaban a punto de convertirse en un "matoncillo global", fanfarrón y arrogante. Y mientras miran con el rabillo del ojo la imagen que emiten hacia fuera, se centran sobre todo en evaluar las dimensiones de sus inequívocos progresos internos. No les faltan razones: son la única superpotencia mundial, la economía crece y crea empleo sin apenas inflación, carece de enemigos externos, disminuye la criminalidad, su hegemonía económica y cultural no deja de aumentar, son respetados y temidos a la vez. Para que la fiesta sea perfecta sólo les falta verse queridos y admirados, sobre todo por parte de los europeos. Ése parece ser el único motivo real de malestar, y de ahí la preocupación que destilan algunos medios de comunicación americanos de difusión internacional. Preocupan, en particular, detalles como las paternalistas lecciones de economía que Clinton impartió en la cumbre de los Siete -recuerden que entonces Kohl y Chirac se negaron a disfrazarse de cowboys-, o su inalterable rigidez, en contra del sentir europeo mayoritario, a la hora de admitir nuevos socios del este de Europa en la OTAN.Sin embargo, no parece que acaben de triunfar en su pretensión por sentirse queridos, al menos si siguen proliferando artículos como el de C. Krauthammer en el mismo número de Time ya citado, que lleva el expresivo título de América domina: gracias a Dios. Allí -y seguro que De Gaulle se removió en su tumba-, aparte de atribuirse en exclusiva la invención y promoción del Gobierno democrático, el autor se hace preguntas retóricas del siguiente, calibre: "¿A quién preferirían aquellos que hacen chanzas sobre la hegemonía americana? ¿A China?, ¿a Irán?, ¿a la mafia rusa?". Hombre, ¿por qué no incluir a la Unión Europea, por ejemplo? O, ¿por qué no imaginar un orden internacional multipolar donde no quepa hablar del Rule America ni del dominio de nadie en concreto? Yo soy de los que no se inquietan por esta nueva pax americana, aunque sólo sea por lo que nos ahorramos en un sistema de defensa propio, incluso en uno que se restrinja al marco europeo. Lo que me extraña, y esto sí me produce cierta inquietud, es que no sean capaces de ver su hegemonía allí donde está más abrumadoramente presente: en el ámbito de la cultura y las formas de vida. Pero también que ignoren la letra pequeña de muchas de las estadísticas que tan triunfalmente despliegan estos últimos meses.

El primer aspecto mencionado creo que es el rasgo más destacable de toda hegemonía en la época de la globalización. Formas de vida y pautas culturales se funden en una curiosa unidad con los intereses económicos transnacionales. B. Barber bautizó este proceso como Mac-mundialización, que con sus resonancias a ordenadores Macintosh, McDonnalds, Microsoft, MTV y otras grandes empresas de la comunicación, apunta a una globalización económica y a la consiguiente homogeneizacíón de las costumbres en manos de las multinacionales y los grandes intereses económicos internacionales. Para penetrar en ese mundo, dominado sin duda por los EE UU, no hay otra lengua que el inglés, y como bien saben los usuarios del correo electrónico de Internet, por ejemplo, hacerlo en la lengua propia exige importantes renuncias a aquellos elementos de la misma que sean incompatibles con la grafía inglesa -los acentos, por ejemplo-. Contestando a una pregunta sobre cuál era el acontecimiento histórico más importante de su época, Bismark, con un sentido profético asombroso, no dudó en señalar que era el hecho de que los estadounidenses hablaran inglés. Sus herederos alemanes pronto habrían de experimentarlo en carne propia, y hoy ya todos nosotros. El que exista una lingua franca es algo que debe ser bienvenido, ya sea el inglés o el esperanto, lo que ya no lo es tanto es toda la ideología y las formas de vida que generalmente la acompañan en forma de telefilmes, publicidad, hábitos de consumo o discriminación selectiva de la información internacional. Subrepticiamente se introduce, ¡cómo no!, algún que otro valor de liberalismo democrático, pero son pocos en comparación con la vanagloria de la "libre competencia", y de una estereotipada "forma de vida americana" con pretensiones de erigirse en la forma de vida normal.

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El peligro de esta nueva hegemonía reside precisamente allí, en que aquello que se nos vende objetiviza una imagen en la que, como bien dice Baudrillard, lo real y lo virtual son indistinguibles. Y esto sirve también para la misma imagen que de sí mismos transmiten los EE UU, aunque es generalizable, desde luego, a muchos otros países que supuestamente "van bien". Las estadísticas sirven, como cualquier otra descripción de la realidad, para resaltar unos aspectos de la misma y ocultar otros. Y entre las virtudes de los norteamericanos -que al final acaba reconciliándonos con ellos- hay una indudable capacidad, sobre todo en los ámbitos académicos, para hacer de aguafiestas de cualquier forma de triunfalismo. Véanse como prueba algunos de los artículos de un reciente número de la New York Review of Books, dedicado casi monográficamente a temas estadounidenses. Aquí nos encontramos con la letra pequeña de los tan ensalzados datos, que permiten obtener una visión mucho más matizada. Así, por mencionar sólo algunos ejemplos, el supuesto crecimiento económico espectacular no ha sido resultado -a decir de A. Hacker en su libro Money- de un aumento de la productividad, fija en el 1% a lo largo de los años noventa; debe explicarse más bien como el efecto de tener a más gente trabajando un mayor número de horas. Y no sólo. no ha ido acompañado de políticas redistributivas, sino que ha beneficiado descaradamente a los más ricos -el 5% de las fa

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El nuevo narcisismo de EE UU

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milias con mayores ingresos han aumentado su riqueza en un 50% en los últimos 20 años, el índice de pobreza ha ascendido respecto de los años setenta y la movilidad social, prácticamente estancada, ha descendido también considerablemente en comparación con la existente hace 20 años.

Lo más llamativo del caso es que cada vez hay menos estadounidenses que confíen en cambiar esta situación recurriendo al sistema político. Casi un tercio de la población total, los más menesterosos, están prácticamente fuera del circuito político. Así se explica que los dos grandes partidos pugnen electoralmente por ver quién ofrece mayores rebajas de impuestos o menores seguros sociales. R. Dadi, uno de los grandes politólogos norteamericanos, ha llamado recientemente la atención sobre las consecuencias que esta asimétrica distribución de la riqueza -la más elevada entre los países desarrollados- tiene para el propio sistema democrático. Éste se sostiene, en definitiva, sobre la ficción de la igualdad de todos los cíudadanos para acceder a bienes políticos. Lo curioso es que, salvo para una minoría de ilustrados, éstos y otros datos -el Estado de California, por ejemplo, gasta más en prisiones que en educación superior- no parecen escandalizar a nadie. La sociedad globalizada -y esto no sólo vale para los EE UU- parece haber hecho posible al fin, con sus ciegos mecanismos de distribución de privilegios y desventajas, el sueño de la dominación perfecta: la celebración de la riqueza sin preocuparse por la pobreza.

Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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