En busca de un refugio
Hará falta esconderse. La intemperie, la plena luz, se están volviendo demasiado ásperas, llenas de peligros. Las grandes causas y las grandes mayúsculas se han ido revelando a lo largo del siglo como desencadenadoras de la atrocidad. Los agitadores profesionales de banderas, los mercaderes de palabras magníficas, los salvadores del mundo, resultan ser ladrones, sinvergüenzas o fanáticos, o las tres cosas al mismo tiempo. Los puros, los profesionales de la integridad, no dan menos miedo ni producen menos desagrado que los posibles o indudables corruptos. En nombre de no se sabe qué purezas aterradoras matan a la gente, y no contentos con matarla profanan luego sus tumbas. Profanan cada poco tiempo la tumba de Gregorío Ordóñez, profanan la del escritor valenciano Joan Fuster, infaman por todos los medios posibles la triste memoria de Miguel Ángel Blanco, muerto tristemente en vano, usada y escarnecida sin conciencia por unos y por otros, para regocijo íntimo de quienes le mataron y de quienes, más puros que nadie, no quisieron mancharse uniéndose a la gran multitud civil que en aquellos días de julio ya profanados y olvidados se rebeló contra la muerte.Hay que esconderse. Hay que, buscarse un refugio contra la derecha que arrecia, pero no es menos urgente esconderse de esa izquierda con alma de pedernal que no ha aprendido nada en los últimos 10 o 20 años, que ve siempre conspiraciones enemigas y jamás ve ni uno solo de sus propios errores, que conserva intacta, a pesar del fracaso, toda su maquinaria de acusación y excomunión. Muchos de ellos, después del esperpento infame de la plaza de Las Ventas nos miran con sarcasmo a quienes nos hemos pronunciado incondicionalmente contra el terrorismo, no porque seamos de derechas, sino en virtud de nuestras convicciones democráticas y progresistas, que ponen por encima de todo la vida y la libertad, la vida individual y la libertad concreta y en prosa de cada día, no las abstracciones de liberación colectiva y las despiadadas utopías que ellos defienden. Nos miran, ya con abierto desdén, nos sonríen, con la superioridad de quien siempre tuvo la razón, y parecen decirnos:
-¿Y ahora qué?
Como si la vulgaridad imperdonable de un espectáculo o los abucheos cerriles de la peor derecha hiciesen menos cruel el asesinato, o menos necesaria la solidaridad cívica contra la intolerancia y el crimen. Veo la sonrisa de José María Aznar y la sonrisa de Julio Anguita y los dos me confirman la necesidad urgente de un refugio. Hay que esconderse, y no sólo de los otros, sino también de algunos de los que parecen los nuestros, hay que volverse prudencialmente invisible, porque un país donde la eliminación de los vivos y la profanación de los muertos forman parte de la actividad política no es un lugar donde sentirse seguro. En la ex Yugoslavia, los diversos patriotas de la sagrada Serbia y la sagrada Croacia empezaron por asolar cementerios y terminaron convirtiendo la mitad del país en una gran fosa común.
Cada uno se oculta donde puede, busca su "escondida senda", para usar las limpias palabras de fray Luis de León, que sabía mucho de inquisidores y de perseguidores, y que dentro de la cárcel se escondía y hallaba su refugio mínimo de libertad espiritual traduciendo del hebreo el libro de Job. Se esconde uno en un huerto, como quería Voltaire, en una biblioteca, en una lenta tarde dominical de conversación y café con amigos queridos, en unas horas de música, en la felicidad simple y cierta del trabajo, de una tarea cualquiera en la que se pongan los cinco sentidos. Como en aquellas películas de submarinos que nos gustaban de niños, hay un momento en que es preciso cerrar las escotillas, bajar las palancas de los depósitos de agua, apostarse frente al periscopio y decir: "Inmersión".
Ese es el sentimiento que se tiene, por ejemplo, al empezar una novela que va a gustarnos mucho. Inmersión. Tras la puerta cerrada, pero ya insegura, de la sala donde lo tienen acorralado, el fugitivo descubre el resorte que le abre el camino de un pasadizo seguro hacia la libertad. De vez en cuando, con menos frecuencia de la que me gustaría, yo voy a sumergirme en un cine, Los forajidos y los perseguidos antiguos sabían muy bien que un cine es un refugio perfecto, aunque transitorio. El otro día, a la hora rara y despoblada de las cuatro de la tarde, fui a esconderme o a sumergirme en un cine donde ponían La buena estrella de Ricardo Franco, y nada más apagarse las luces y aparecer en la pantalla las primeras imágenes ya me di cuenta de que había encontrado un lugar perfecto donde pasar bien escondido las dos horas siguientes. Desde Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto no había visto una película española tan verdadera, tan adulta, tan sobria en su eficacia, tan densa de narración y de sentimientos, tan sólidamente hecha, tan devastadora en su tristeza y su serenidad final: también esa película trata de gente a la intemperie, de la necesidad de esconderse, de la ternura, la bondad y el perdón que algunas veces pueden aliviar los infortunios más crueles de la vida. Los celebrados héroes de la mala leche española suelen repetir que con los buenos sentimientos no se hace buena literatura: para los ortodoxos de pedernal, los sentimientos personales siempre albergan una sospecha de blandura pequeñoburguesa. En La buena estrella, Antonio Resines interpreta estremecedoramente a un hombre vulgar que elige, por amor, la rectitud y la generosidad, y actúa en consecuencia. Él y Jordi Mollá, separados por el cristal del locutorio de la cárcel, que se convierte de vez en cuando en espejo, se miran con una melancólica y definitiva fraternidad en una de las escenas más sobrecogedoras que yo he visto últimamente en una película.
Salí del cine emocionado, aturdido por la luz del día, hecho polvo, como solía salir cuando era mucho más joven y me arrasaban y me enaltecían las películas. Pero eran tan sólo las seis de la tarde y ya me hacía falta encontrar otro refugio. Me escondí un rato en una librería.
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