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Tribuna:
Tribuna
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Sobre el sindicalismo

1. De la constante lectura de artículos y declaraciones he acabado sacando la impresión de que los liberales piensan, casi sistemáticamente, que los demás no suelen creer, en general, en la sinceridad de un empresario cuando alega que si subiese los salarios o no despidiese a un determinado número de obreros no tendría más remedio que cerrar. Están equivocados: hay demasiados datos sobre la marcha y los condicionamientos de la economía de mercado como para dudar, en principio, al menos tal como van las cosas hoy en día, de su sinceridad.Pero ésa es, precisamente, la cuestión: lo peor no sería que el industrial mintiese y engañase, ¡Dios lo quisiera!; lo peor es justamente que, en líneas generales, no está diciendo más que la verdad.

Se ha repetido hasta de sobra que el antagonista directo del empresario nunca ha sido, evidentemente -y aun por definición, en la doctrina liberal-, el obrero asalariado, sino el empresario de la competencia. El obrero ha sido siempre la víctima indirecta de ese antagonismo principal. Incluso -a mi modesto entender de profano en cuestión de economía- los acuerdos oligopólicos inter pares (esos Pares de Francia, vasallos directos de la Reina) apuntan al consumidor y no al asalariado, pues si lo que pretenden es defender cierto nivel de precios contra la baja que podría producir la competencia abierta y desatada, no veo cómo podrían amenazar a los salarios. Y, si es que yo no lo he entendido mal, creo que es precisamente en la eventual función de mecanismo protector de los salarios en la que el hoy casi innombrable Galbraith reputa, al menos ocasionalmente, convenientes semejantes acuerdos inter pares, considerando, en consecuencia, demasiado implacablemente rigurosas las leyes antimonopolio americanas.

2. Pero ese mismo reparto de papeles, según el cual el antagonismo directo no es entre el empresario y la clase obrera, sino entre empresario y empresario, quedando aquélla como víctima indirecta de semejante competencia, es lo que hizo que constituyese una victoria de alcance incalculable para el liberalismo la separación por parte de las organizaciones proletarias, decidida no sé si hacia finales del siglo XIX, entre "partido" y "sindicato". Un pasaje de Hannah Arendt y otro de MacPherson -que, infortunadamente, no tengo a mano aquí en el pueblo- parecen rozar, aunque sin explicitarla, la cuestión de las consecuencias de la terriblemente funesta ingenuidad de tal separación, que aparejaba de hecho la "despolitización" o "miopización política" del sindicato. Tal despolitización tuvo el efecto de que el obrero sindicado tendiese a dejar de ver y de tener por enemigo a su enemigo directo y verdadero, o sea, el propio principio de la competencia empresarial en tanto que sistema de gobierno de la economía en su totalidad, y fuese desviando insensiblemente la mirada, la atención y hasta la fobia hacia el mero empresario singular. Parece inevitable que resulte más inmediatamente incitante y atractivo que el enemigo no sea una estructura general -siempre invisible, por palpable que sea su realidad-, sino alguien de carne y hueso, que pueda ser señalado con el dedo como fautor y origen del daño y de la culpa. Y a tal respecto viene muy a cuento el único gran acierto de aquella en su tiempo célebre novela de John Steinbeck, Las uvas de la ira -de un populismo absolutamente detestable en lo que atañe a la obra en general-, que es el de aquel viejo al que lo que más le enfurecía y desesperaba de verse arrojado, con lo puesto, por esas carreteras, a causa de la Gran Depresión del 29, era precisamente "no saber a quién tenía que matar".

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3. La gran victoria que supuso, sin quererlo, para el liberalismo la decisión de separar partido y sindicato, con la consiguiente despolitización de hecho del segundo, radicó, así pues, en que a través de la satanización directa y absoluta del "patrón explotador" quedó a cubierto y a salvo la verdadera soberana que gobierna el mundo para grandes y pequeños y que, desviadas las iras de la plebe sobre sus vasallos, pudo seguir e incluso acelerar, ya finalmente impune e imperturbada, sus planes de dominio universal. Al margen de lo que tenga o deje de tener de cierta la maligna creencia de que "el patrón explotador" necesita, ya sólo para serlo, algún encaste próximo o remoto de bellaco, no sería, incluso así, más que de mero bellaco funcional, de puro instrumento en manos de la reina y capaz de ejercer de una manera eficiente y obediente sus funciones de vasallo. Bien es verdad que, a semejanza de lo que suele ocurrir con el funcionariado de un régimen corrupto, también nuestro empresario puede cobrarse, por añadidura, siquiera en ocasiones, su mordida; pero esto es, a mi entender, aunque probablemente inevitable, siempre circunstancial respecto de la esencia del sistema en sí mismo y por sí mismo. Un sistema que no dejaría de ser orgánica y consustancialmente explotador y -si es que cabe en materia tan histórica la ya de por sí siempre, y cualquier otra que fuese la materia, inestable y problemática noción de "derecho natural"- rotundamente injusto, incluso con el funcionariado, esto es, empresariado, más intachablemente honesto y hasta bondadoso que quepa imaginar.

4. La funesta ingenuidad de un sindicalismo despolitizado, que se tapó a sí mismo el alcance de la vista con el negro telón, mucho más inmediato y sugestivo o, como hoy suele decirse, con mucho mayor "poder de convocatoria", del "patrón explotador", bien podría compararse, si se me admite tan alejada semejanza, con la actitud de los súbditos españoles del siglo XVII, que en sus motines o manifestaciones de protesta y descontento solían proclamar, ya sea gritado a viva voz, ya escrito a brocha en grandes cartelones, "¡viva el Rey y abajo el mal gobierno!", ignorando -o tal vez no atreviéndose a saber que "el mal gobierno", como, pongo por caso, el de Olivares, no era más que el fiel y abnegado servidor de una monarquía cuyo único y excluyente contenido no tenía otra substancia que su propia personalidad dinástica y cuyos fines, por tanto, no eran otros que la conservación y la defensa de los derechos adscritos a esa misma personalidad y del prestigio al que se tenía por acreedora. La diferencia está en que los sindicalistas, al proclamar sus iras contra el "patrón explotador", o sea "el mal gobierno", no sabían hasta qué punto estaban gritando al mismo tiempo, sin quererlo, "viva el Rey". De esta manera, su despolitización, justamente por ser, tal como he dicho, solamente de hecho, venía a resultar aún más perniciosa, en la misma medida en que el propio mantenerse mentalmente fieles a sus convicciones antiliberales actuaba de imagen interpuesta que ocultaba a sus ojos la clara percepción, o aun la vaga sospecha, de hasta qué extremo sus acciones dirigidas contra el empresariado en su apariencia sensible y singular -arrancándole, por añadidura, tras mezquinos, correosos y agotadores chalaneos, miserables concesiones a favor- no hacían sino fortalecer la estructura general a la que éste prestaba vasallaje. La salvedad obligada que hay que hacer aquí, o sea, la de que sin la separación del sindicato los proletarios en trance de insumisión o de levantamiento se habrían visto sometidos a un asedio por hambre y aun finalmente -por usar las palabras de los tejedores de Heine- "ametrallados como perros", no le quita el carácter de claudicación y, recíprocamente, de victoria del liberalismo, sino que sólo viene a hacerla más fatal, desventurada y dolorosa. Y la medida en que el miedo al empresariado y al Estado pudo influir en la separación y despolitización del sindicato no sería sino la medida de la infamia perpetrada contra la clase proletaria.

5. La astuta soberana supo advertir al vuelo hasta qué punto la separación del sindicato no hacía sino asegurar su poderío y acelerar el plan de crecimiento de su dominación; de manera que, tal vez en parte por algún impulso de pura gratitud, pero sin duda especialmente con vistas a fijar una situación tan ventajosa, tomó la decisión -jurídicamente contradictoria, según Walter Benjamin, con el propio fundamento de legitimación del poder estatuido: el monopolio de la violencia- de legalizar la huelga laboral. Y, ciertamente, harto difícil sería dar con otra cosa que demostrase más palmariamente el grado extremo en que la despolitización del sindicato fue recibida como la mayor victoria que las organizaciones proletarias pusieron gratis en la mano del liberalismo como el hecho de que éste no tuviera ya mayor reparo en concederles -casi en contrapartida- la legaliza ción del instrumento violento de la huelga, como diciendo: "¡Pero con mil amores, por su puesto, si todo lo que pedís es aliviar las condiciones de vuestra servidumbre!"

6. La extraordinaria conveniencia para las convicciones y los intereses del liberalismo de la interpretación personalista, que convertía de hecho en autor originario de todos sus agravios al empresario singular, se vería, a su vez, corroborada en la cabal concordancia de tal punto de vista con el de la sedicente sociología liberal, que, aferrada al más estólido y obtuso de los nominalismos, no quiere ni oír hablar de ninguna otra cosa en este mundo que no sea individuo. ¿Dónde está eso de 'la sociedad'? Yo no veo más que individuos", dice el idiota voluntario o por propia conveniencia. El fetiche ideológico del "individuo autónomo" o la piadosa ficción de "la libre iniciativa personal" siguen prestando -aunque no sé si ya por mucho tiempo- sus beneméritos servicios de escamoteo y encubrimiento, para que la impersonal y ubicua estructura de la sociedad pueda seguir tejiendo y anudando a sus anchas en la sombra la férrea telaraña de su hegemonía, hasta llegar a ponerla fuera del alcance de cualquier posible voluntad humana. "No sé si ya por mucho tiempo", acabo de decir, seguirá necesitando ¿le los buenos oficios de sus encubridores, porque me temo que no está lejos el día en que alcance tan altas cimas de dominio, que en adelante pueda permitirse ejercer su tiranía a cara descubierta ya la luz del sol. Entonces sí que el mundo se va a enterar de veras de cómo es el alma de la reina.

7. La más arriba mencionada predisposición que, en contra de lo que me parece que tienden a pensar los recelosos liberales, suele tener el común de las personas en cuanto a no dudar, al menos en principio y en líneas generales, de la sinceridad del empresariado cuando, a efectos de no acceder a una subida de salarios o de tener que despedir a tal o cual tanto por ciento de trabajadores, alega que de lo contrario no podría resistir la competencia y tendría que cerrar, o en una palabra, la general creencia de que los empresarios no suelen decir a tal respecto -y aparte de matices- más que la cruda verdad se ha visto inmensamente acrecentada ante la perspectiva del actual encarnizamiento de la competencia, con la inexorable urgencia de ajustarse sin pausa a la aceleración de la carrera de la competitividad, desencadenados, al parecer, por el "fenómeno", ¡quién sabe si meteorológico, sísmico, telúrico, astronómico o tal vez hasta astrológico, que todo podría ser!, de la famosa "globalización" de la economía. Una confianza, en fin, en la veracidad de las palabras del industrial (y, " ¡cosas veredes, myo Cid!", hasta del economista) acrecentada, al parecer, a tal extremo, que ha llegado a disipar del todo, o casi, aquella perniciosa obcecación, que, para mayor auge y mayor gloria de la única y auténtica señora -la cual tampoco ha perdido, ciertamente, el tiempo, para hacerse, entretanto, prácticamente indestronable-, se dejó engañar con la cabeza de turco del "patrón explotador".

8. Sin embargo... ¡oh, sin embargo!, cuando al fin desvanecídas ya del todo las últimas nubecillas de la antigua suspicacia, él sol resplandecía, solo y triunfante, en el profundo azul del cielo y todas las avecicas elevaban sus trinos como un cántico unánime a la gloria del liberalismo, he aquí que de repente, como queriendo desengañar nuestra ingenua esperanza. de que pueda haber cosa segura en este mundo infiel, la general confianza, con tanto esfuerzo finalmente arrancada y aun robustecida en la palabra del empresariado cuando esgrime los condicionamientos económicos por los que la propia supervivencia de la empresa se vería comprometida, empieza a tambalearse intempestivamente, como sacudida por un súbito, vigoroso y no advertido por ningún sismógrafo temblor de tierra, ante el estrepitoso caso de la huelga de la UPS en Norteamérica, y el horizonte se ensombrece nuevamente con el negro fantasma del "patrón explotador". En efecto, es absolutamente asombroso que una empresa que -por lo menos según hemos leído en los diarios españoles- dice haber perdido en los 15 días de huelga 650 millones de dólares (98.550 millones de pesetas al cambio de hoy), y aunque -según unos a causa de esas pérdidas, según otros a causa del 5% de clientes fijos que la huelga le ha hecho perder- tenga que despedir a 15.000 trabajadores de su plantilla actual, pueda, a pesar de todo, permitirse subir de un solo golpe 3,1 dólares la hora (474 pesetas al cambio de hoy) el salario de sus trabajadores a tiempo completo, que son el 42% de la plantilla, y al restante 58%, que son los trabajadores a tiempo parcial, ni más ni menos que 15 dólares la hora (2.295 pesetas al cambio de hoy). Habida cuenta de que, si no he entendido mal, el 100%, que se desglosa en ese 42% con un aumento salarial de 3,1 dólares la hora y en ese 58% con uno de 15 dólares la hora, asciende nada menos que a unos 180.000 trabajadores, ya puede comprenderse que uno se pregunte, con un par de orejas levantadas como las de una liebre puesta sobre alerta: ¿de dónde va a sacar ahora la empresa de un día para otro tan ingente desembolso diario como el que representa semejante subida salarial -aunque diversamente repartida- para una plantilla de unos 180.000 trabajadores, sin arruinarse o, por decirlo finamente, sin marcharse al mismísimo carajo? Si la capacidad para cubrir a diario el gigantesco desembolso que le supone la victoria de los sindicalistas no está respaldada por otra no menos gigantesca mordida anterior -deducida, por supuesto, del trabajo de los asalariados- por parte de tan alto funcionario como es, al parecer, la UPS, y siempre que los datos -en especial las cifras- no se desvíen en grado relevante de lo cierto, que venga un economista y me lo explique.

Rafael Sánchez Ferlosio es escritor

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