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Tribuna
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Inmigrantes

Una cuestión veraniega recurrente es la de la situación de centroafricanos en Ceuta y Melilla, al parecer sobre todo en Melilla; detenidos en su intento de pasar a Europa, se hacinan en albergues o barracones que no merecen tal nombre, a la espera de no se sabe muy bien qué, pues suelen provenir de países con los que no cabe mucho arreglo razonable sobre este asunto tétrico del excedente humano que produce la miseria patria.Por regla general, se generan protestas y denuncias a las que se suele dar un tinte político partidista; ya sabemos que el poder es culpable de todo lo malo, como también es fuente de todo bien.

Más trágica, si cabe, es la historia de las pateras; que, nuestra frontera con África sea marítima, pero no con un mar inmenso por medio, sino con la proximidad engañosa del Estrecho, donde la vista alcanza a ver el otro continente, incluso como si no hubiera mar entre ellos, determina la desesperada aventura de quienes quieren cruzar ese mar, a veces tan duro, en medios inadecuados; ¿cuántos mueren en ese intento? Debe ser terrible ser descubiertos al poner pie en playa de arribada, pasado el miedo del tránsito y el costo de la explotación a cargo de la correspondiente mafia; o en cualquier lugar del camino clandestino que llega a otros lugares de España o de Europa. No sé por qué, el asunto de las pateras despierta menos buenos sentimientos que el de los centroafricanos hacinados; quizás es que los buenos corazones no han encontrado la conexión entre esas tragedias personales multiplicadas y la autoridad. A mí me parece terrible correr tal riesgo de muerte en el afán de vivir, de recoger las migajas que caen de nuestras mesas, de luchar por los peores trabajos, las más duras tareas, como paraíso añorado desde su infierno original.

Pero, en las democracias, los políticos acaban por querer lo mismo que los pueblos en que bu apoyan, aunque puede discutirse quién convence a quién; a veces no son los políticos, sino los pensadores; pero está por medio el interés de la gente. Me parece que en pocas cuestiones como esta luce, entre la buena conciencia, la más repugnante hipocresía. La defensa frente al inmigrante, con frecuencia teñida de racismo, no es ya defensa de nivel de vida, sino del modo de vivir; desde su miseria, el inmigrante suele aportar riqueza; pero muchos hacen una eficaz resistencia a la asimilación plena, atentan contra las esencias del receptor.

Hay pocos egoísmos tan luminosos como el de la propia patria, especialmente el de la patria chica, incluso el de la más minúscula fracción territorial y vivencial de esa patria chica; así es más o menos siempre, aunque ahora vivimos quizás una orgía exaltadora de lo propio, lo autóctono, incluida la estupidez hecha tradición.

El derecho a la libre circulación parece que tiene que ser una manifestación de la radical libertad de una persona; desde luego, en términos de convivencia pacífica; en tal sentido, toda frontera es una manifestación de inhumanidad, de egoísmo excluyente. Pero es, a la vez, un mecanismo de protección de lo propio; es el excesivo amor a lo propio lo que produce la exclusión deshumanizadora. El problema es saber cuándo ese amor es excesivo; me parece que casi siempre.

Los seres humanos tenemos una extraordinaria capacidad para la incongruencia, mediante el procedimiento de cerrar los ojos ante las consecuencias desagradables de nuestras convicciones; eso, entre la gente más decente; otros crean los razonamientos que justifiquen su derecho al exclusivismo; otros, sencillamente, no piensan; o se niegan al pensamiento que se les sugiere. Pero en un mundo tan globalizado, en que la técnica permite la penetración de todos en todos, habrá que empezar a pensar que no somos siervos de la gleba,la tierra y el mundo en que nacimos; ni siervos ni dueños. Siempre me ha sorprendido que la gente aprecie al máximo, hasta matar, aquello que no tuvo ningún mérito en conseguir. Las migraciones, en un mundo tan poblado, habrán de resultar algo tan natural y lógico como no sufrir opresión ideológica, por ejemplo. Habrá que ir perdiendo, como seres humanos, el pelo de la dehesa; lo que no es desarraigo, sino una manera distinta de arraigarse.

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