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Aislar los virus

AURELIO ARTETA

Triste es confesarlo, pero en pocos lugares como en el País Vasco se aplica mejor aquello del muerto al hoyo y el vivo al bollo. En cuanto la marea de gente regresó a sus casas, la política de partidos volvió a sus cauces ordinarios, es decir, al conflicto, a la confusión y a la pusilanimidad. Aquí lo normal es lo patológico, sea inconsciente o satisfecho. Hace tiempo que uno está persuadido de que la mejor arma de ETA y su submundo viene a ser el desarme político y moral de buena parte de los de enfrente.Porque la perversión es muy honda. Tan desde los comienzos, que la política que se atenga por oportunidad a lo posible desdeñará rehacer tanto trecho mal recorrido y se contentará con quedarse a medio camino. 0 sea, cerca todavía de lo indeseable. Es una perversión tan desde la raíz, que se confundirá el que atienda sólo a sus síntomas, incluso aunque ponga remedio momentáneo al peor de todos: el recurso al asesinato. El proceso de curación requerido será más lento, pero también más real, seguro y justo.

Tomemos, por ejemplo, el pregonado aislamiento de Herri Batasuna. Si tan pronto se ha visto en apuros, se debe ante todo a que sus partidarios no dan con una justificación compartida, a que algunos carecen de las suficientes razones para emprenderla. ¿No será porque, en medio de los mejores propósitos, se comparten aún determinadas tesis del adversario? Si así fuera, como creo, la más urgente medida profiláctica no sería aquel aislamiento social ni el político, que vendrán sólo como resultados finales de otro anterior y más profundo. Sería el aislamiento intelectual, el esfuerzo de poner en cuarentena ciertas doctrinas que también a nosotros -a unos más, a otros menos- nos contaminan. Mientras tópicos infundados y cotidianas falacias no se detecten, en tanto no se valoren como virus morbosos y no nos dotemos de los antídotos que los contrarresten, seguiremos en la pantomima... y en la colaboración objetiva con el enemigo.

Los virus a que me refiero son, pues, ciertas ideas, así como serán los argumentos contrarios los capaces de anularlos. En un combate político, y no militar, la primera batalla que ganar es la de las ideas políticas. Ni siquiera la voluntad de la mayoría, por fervorosamente que se haya expresado, es lo que más cuenta. A la postre, no existe voluntad que no esté alimentada de ideas ni democracia digna de tal nombre que no se funde en la voluntad razonada de sus sujetos. Todavía hay demasiados ilusos o interesados que deslindan o enfrentan teoría y praxis. ¿Quién no ha entonado u oído alguna vez la necia cantilena: "Dejémonos de filosofías y vayamos a lo concreto", "una cosa es la teoría y otra la práctica"? Pero, hombre de Dios, ¿acaso la realidad parece la misma al conocedor y al ignorante, o resulta siquiera imaginable una práctica sin teoría o es que la revisión de las premisas no obliga a modificar sus conclusiones?

Pues bien, esas ideas que infectan a bastantes son, en primer lugar, políticas. Habría que decir mejor que, por debajo de las diferencias partidarias, reina sobre todo entre los más jóvenes una torpe unanimidad en convicciones prepolíticas. La sospecha de la maldad del Estado frente a la pureza del individuo o de la comunidad; la equivalencia de la ley y la autoridad con la represión y el autoritarismo; la equiparación de las violencias para justificar así la violencia particular, o la condena de toda violencia a fin de repudiar primero la violencia pública; la inmediata confusión entre aspiraciones y derechos humanos; la atribución de derechos a entidades suprapersonales; el sometimiento de la justicia distributiva a una irreprimible justicia compensatoria; la ecuación entre nacionalismo radical y progresismo.... he ahí sólo un puñado de ellas.

Y, en íntima mezcolanza, otras tantas ideas inmorales. Verbigracia, el rechazo de todo ejercicio de autodeterminación personal hasta no alcanzar la colectiva, la entrega a una solidaridad insolidaria como norma suprema de conducta, la creencia en el valor incuestionable del sufrimiento, el descargo de la propia culpabilidad en instancias superiores, la presunción de razón a favor de la víctima (aquí, para colmo, imaginaria)... En fin, señales todas ellas de una conciencia débil rendida al chantaje del discurso victimista.

Pero algunos sostendrán que en este país, más que ideas, abundan las pasiones, como si se tratara de ciegos sentimientos viscerales. Los del otro lado, al revés, harán del presunto carácter espontáneo e insuperable de sus emociones colectivas la mejor prueba de estar en la verdad política. Unos y otros se equivocan: ni hay puros sentimientos irracionales, porque todos transportan ya alguna percepción y un juicio de valor sobre la realidad; ni tampoco afectos libres de riesgo o de los que no fuéramos responsables, porque todos pueden y deben ser educados. Y así el amor patriótico, falto del contraste con lo universal, degenera en exclusión y odio del extraño. La piedad hacia el dolor de los próximos y la indignación contra su causante, como se desentiendan de la justicia, inducen al resentimiento y la venganza ("socialización del sufrimiento", dice el eufemismo local). Invocamos el miedo como disculpa de nuestra pasividad; pero el temor lo "sino puede dar lugar a la valentía, si es capaz de enfrentarse racionalmente a lo temible, que a la cobardía, cuando carece de razones para resistir.Pues si el sujeto no es consciente de sus ideas ni aquilata sus emociones, entonces se rige por los prejuicios; es decir, por la ideología o falsa conciencia. En ese caso, el más común, el riesgo probable es que la acción se deje orientar por ideas malas o por sentimientos nefastos, por la mala idea.

De ahí que la primera idea perversa sea, precisamente, la de que no hay ideas perversas que merezcan condena. Así suena la reiterada salmodia del nacionalismo moderado. Su representante tal vez más admirable, el señor Atutxa, no vaciló hace dos años (EL PAÍS, 13-7-1995) en atribuir la máxima responsabilidad de la violencia a esa subcultura creada por "los intelectuales del MLNV", pero a renglón seguido recetó el siguiente tratamiento: "La mejor terapia contra esta. enfermedad es practicar el principio de que son los métodos, porque las ideas son siempre legítimas, la frontera que separa a los violentos de los que no lo somos". Lo que resulta increíble es que quien repudia de todo corazón el asesinato de Miguel Angel Blanco insista hoy todavía (El Mundo, 19-7-1997) en la misma monserga: "Hemos condenado métodos [de ETA y HB], no ideas".

De suerte que aquellos estrategas del MLNV, al principio inculpados por propagar ideas mortíferas, son enseguida absueltos porque su pensamiento parece tan válido como el de Aristóteles. Se diría que tan aceptable resulta invitar intelectualmente a la guerra como a la paz. ¿Por qué entonces se lamentará nuestro hombre de que tales ideas se difundan "con plena impunidad", cuando todas ellas serían por definición impunes? Es más, j por qué habría de molestarse siquiera en expresar las suyas, si son tan dignas como las del MLNV?

Yo no sé si lo que explica semejante opinión es el temor a que, puestos a cuestionar esas ideas ajenas, quede en entredicho también alguna porción de las propias. El pensamiento no delinque, de acuerdo. Pero ciertos pensamientos, cuando son prácticos (éticos, políticos, económicos) y se difunden en público y con vistas a la acción pública, crean delincuentes e incitan al delito. A menos que no se observe continuidad, pongamos por caso extremo, entre Mein Kampf y el exterminio de los judíos.

Aurelio Arteta es profesor de Ética y Filosofía Política en la UPV.

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