No aprender nunca
Estremece ver, más en estos tiempos, en estos días, esa cara de perfecta satisfacción, de suficiencia sin fisuras, esa sonrisa que a algunos nos trae recuerdos de la suavidad irrompible de ciertas sonrisas eclesiásticas. Veo en los periódicos la cara de ese terrorista de los GRAPO que acaba de salir de la cárcel y, aparte de la tristeza y el escándalo por la desproporción entre el crimen y el castigo, lo que siento es la inquietud por un enigma que me desconcierta siempre, el de la tranquilidad de conciencia de las almas fanáticas, el de la impermeabilidad a toda experiencia, a toda incertidumbre, a toda posibilidad de aprendizaje vinculada a la observación del mundo exterior. Este individuo de pelo blanco y sonrisa apacible ha sembrado la muerte, el sufrimiento y la desesperación en muchas personas, pero se ve que a él nada de eso le afecta, ni siquiera llega a rozarle y disfruta de tal serenidad de espíritu que no tiene reparos en insinuar que estaría dispuesto a repetir los hechos que lo llevaron a la cárcel.Ha pasado en ella dieciocho años: el tiempo necesario para que un niño nacido justo entonces haya alcanzado la mayoria de edad, el tiempo para mí inmenso que ha transcurrido entre el final de mi primera juventud y el ingreso en los cuarenta años, entre los primeros borradores tenaces y casi adolescentes de una novela y estas palabras que escribo ahora mismo: entre el verano que preludiaba lúgubremente mi reclutamiento para el Ejército y este verano raro y lluvioso del que ya sabemos que nos dejará para siempre la conmemoración de una fecha indeleble, nuestro particular 14 de julio de la dignidad populosamente recobrada en las calles.
Yo apenas soy ya quien era cuando ese sujeto de la sonrisa apacible entró en la cárcel, después de haber contribuido a que el tránsito de la dictadura ala libertad fuese un poco más cruento, un poco más lleno de incertidumbres de retroceso y desestabilización. Yo he cambiado, igual que la mayor parte de la gente de entonces, y el cambio personal de cada uno de nosotros ha sido a la vez causa y consecuencia del gran cambio de nuestro país, se ha vuelto soluble en la llegada de una generación entera que ha sido la primera generación en la historia española nacida y crecida hasta la mayoría de edad en un sistema democrático. En 1979 nadie estaba seguro de que las libertades fuesen a durar, asediadas a diario por los sobresaltos del miedo a un golpe militar y por las metódicas provocaciones de los terroristas, que se ensañaron contra la democracia con un arrojo que jamás manifestaron contra la dictadura de Franco.
Entonces aún estaba en pie el muro de Berlín y parecía que la Unión Soviética y el bloque del Este eran monolíticos, y muchos intelectuales y dirigentes políticos de izquierda viajaban confortablemente a congresos de cultura en aquellos países o pasaban en ellos espléndidas vacaciones sin notar nada, sin advertir signos de corrupción ni de opresión. Nada parece en ocasiones más difícil de ver que lo que se tiene delante de los ojos. Pero es más llamativo aún que personas inteligentes y cultivadas se obstinen en ver lo que no existe y consideren como un insulto cualquier tentativa de alertarles sobre su ceguera.
Es aleccionador constatar que en estas cosas la cultura no siempre es una ventaja: haber leído mucho, poseer altas cualificaciones universitarias, disfrutar de un oído musical excelente, no significa que se sea más proclive a la lucidez o a la flexibilidad de pensamiento. Uno de los ingredientes de los desastres del siglo XX ha sido la ceguera y la escandalosa tontería de la mayor parte de sus inteligencias más célebres, de sus minorías más preparadas. A finales de los años treinta, en Inglaterra prácticamente nadie más que Winston Churchill se daba cuenta de que la Alemania nazi era un peligro inminente y atroz, y de que ninguna de las concesiones que las democracias hacían a Hitler iba a evitar finalmente la guerra. Acaba de morirse en Francia François Furet, que dedicó el último de sus grandes libros, El pasado de una ilusión, a relatar la historia de la ceguera de algunas de las más brillantes inteligencias europeas frente al espanto sanguinario y sombrío del estalinismo. H. G. Wells viajó por Ucrania en la época en que por culpa de la colectivización forzosa de la agricultura los campesinos morían de hambre a millones y no vio más que campos fértiles y multitudes felices y agradecidas a la benevolencia paternal de Stalin. Algunos vieron lo que otros no veían o no querían ver, y en ese mismo instante sus testimonios fueron descartados como pruebas de apostasía o traición. Casi cuarenta años después de que André Gide publicara su Regreso de la URSS, aún le quedaba rencor inquisitorial a Pablo Neruda para desacreditarlo con alusiones despectivas a su homosexualidad, en uno de los muchos pasajes miserables de Confieso que he vivido, libro que es, entre otras cosas, un perfecto manual de la ceguera y el cinismo con que las glorias de la literatura se dejan de cuando en cuando canonizar por la política.
Es posible que el orgullo del conocimiento conduzca no a la lucidez, sino a la soberbia, al dogmatismo y no a la claridad. Algunos de los más venenosos psicópatas del terrorismo político -Abimael Guzmán, Pol Pot- han disfrutado de una magnífica educación universitaria. Este individuo del pelo blanco y la sonrisa inconmovible que acaba de salir de la cárcel parece que ocupó en ella un regalado destino de bibliotecario, pero no da la impresión de que los libros hayan tenido sobre él ninguno de los efectos beneficiosos que los ilustrados cándidos solemos atribuir a la lectura. Por la misma época en que él iba predicando a mano armada su macabra utopía yo leía mucho a Julio Cortázar, que hace en alguna parte un hermoso elogio del camaleón, una defensa de su instinto y su flexibilidad para cambiar frente a la aspereza inmutable del crustáceo. Ahora, igual que entonces, hay enconados crustáceos que llaman coherencia a la cerril determinación de no aprender nunca nada.
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